Orlando Zabaleta
En lugar de tener pesadillas con el tema, muchos sueñan sensualmente
con una guerra civil. Así sea de mediana intensidad. Como si los incendios
fueran fáciles de controlar.
Parece mentira, pero las guerras civiles son más brutales
que las guerras entre naciones. En la primera guerra mundial, inhumanamente
derrochadora de vidas humanas, hubo muchos casos de confraternidad en el
frente: alemanes, franceses, rusos, detenían por momentos la faena diaria de matarse
mutuamente para compartir con el “enemigo”. Estos saraos, por supuesto, espantaban
a los generales y a la alta oficialidad, que los estigmatizaban como traición.
Las guerras neocoloniales son distintas: como se parte de la
inferioridad natural e indiscutible del invadido, los roles están claros. El
nativo se encuentra en un nivel de infra humanidad. Por eso el soldado o
mercenario gringo no tiene miramientos en el operativo: el iraquí, el afgano,
el libio, el haitiano, el dominicano, el granadino, el panameño, a lo sumo son
humanos potenciales, sólo alcanzarán la plena humanidad cuando obtengan la “cultura”
que los “civilizados” invasores les traen con ametralladoras, tanques, cañones,
aviones, drones y mucha sangre. El desprecio supera al odio.
Pero las guerras civiles exigen definir la diferencia con el
otro: a fin de cuentas, el “otro” tiene la misma religión, habla el mismo
idioma con los mismos modismos, vive en la misma tierra, y comparte, amén de la
cédula de identidad, algunas referencias históricas. El “otro” es tan uno mismo
que sólo el odio más inconmovible puede legitimar el acto de matarlo (el
racismo, el desprecio social, el maccarthismo trasnochado, ayudan).
La ferocidad de la guerra civil española cumplió la profecía
de Machado: “una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. “Y la muerte
española, más ácida y aguda que otras muertes” (diría Neruda) se enseñoreó en
los campos.
La guerra civil salvadoreña fue espantosa, aunque la
oligarquía salvadoreña llevaba décadas practicando el genocidio con los pobres
(en los años 30 la represión alcanzó entre 10 mil a 30 mil muertos). El coronel
Roberto D'Aubuisson, el mismo que ordenó asesinar a monseñor Romero, no sólo
dirigía las masacres, también participaba personalmente en los asesinatos y
torturas. Años después, el ex embajador norteamericano en El Salvador, White,
lo calificaría como un asesino psicótico. De paso: nunca he entendido cómo la
oposición venezolana se siente complacida de traer a Venezuela al hijo de D'Aubuisson
a aconsejarnos sobre la práctica de la democracia.
Entre los publicistas nativos de la guerra civil hay uno, a quien
conocí hace años, que llama a la insurrección abierta, a pagar (y hacer pagar)
con sangre la conquista de la “libertad”, y luego de teclear en su laptop su temeraria
proclama y enviarla al mundo, apaga su computadora, y se va a dormir
tranquilamente en su apartamento en Miami. Otro trastornado explica en un video
cómo hay que tomar Miraflores, exhorta a la gente a quemar sus propios carros, irritado
por la desidia de sus ciber-seguidores, porque si siguieran sus instrucciones,
dice, hacía tiempo que habría caído el “régimen”; y luego de cumplir su deber
patrio, también apaga la cámara-web y se va a descansar, por supuesto, en
Miami.
Claro, son irresponsables al infinito. Pero son, hay que
recalcarlo, criminalmente irresponsables. Juegan con sangre ajena.
También tenemos a guerreristas en el suelo patrio. Cautelosos
que cuidan la palabra pública al insuflar la candela; según ellos se puede derogar
la constitución y a la vez ampararse en ella; es más: la constitución misma
dizque permite en su articulado ser eliminada (cuento rancio ya usado en 2002).
No les pesa la sangre. La vida humana es un simple utensilio. Menos la propia:
muchos tienen asegurado el avión en el que saldrán del país a continuar su
cruzada desde afuera, donde fungirán de héroes de una guerra a la que no verán
cara a cara.
Las guerras civiles, ya de por sí catastróficas, siempre
dejan un desastre (aunque miles de muertes convertidas en estadísticas, y más sin son
históricas, parece que pierden hasta el horror). Acabado el conflicto, los mismos
incendiarios declaran no saber cómo fue que su país entró en guerra civil. Cómo
la candela llegó a convertirse en incendio. ”Se nos escapó de las manos”. Nadie
puede explicarlo. O sea, nadie es responsable.
Pero lo más grave no son los pervertidos locuaces, abiertos
o solapados. En una situación normal estaríamos ante un problema de
psiquiatría. Lo realmente grave es que tengan su público. Y hasta sus
defensores.
Domingo 08/03/2015 Lectura Tangente, Notitarde
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