Orlando Zabaleta
La burguesía venezolana debe ser la más quejumbrosa
burguesía del mundo. Varias generaciones hemos pasado la vida escuchando sus
lamentos. Mucho llantén y poca producción. Porque no es una burguesía
productiva, como, por ejemplo, la francesa. O la brasileña, que también se
queja pero al menos produce chips y aviones.
Lo cierto es que la burguesía que nos tocó es difícil de
comprender.
La burguesía de comienzos de siglo XX la retrata Matos,
dueño del Banco de Venezuela y del Banco Caracas. Es jefe del levantamiento
contra Cipriano Castro porque financia la rebelión. Pero la plata la recibió de
la New York & Bermudez Co, empresa yanqui que explotaba el campo petrolero
de Guanoco y quería un gobierno más comprensivo con sus intereses, o sea, más
entreguista.
Matos encarna al burgués de la época. Naturalmente
vendepatria si los dólares eran suficientes. Emprendedor y arriesgado con la
plata ajena. La burguesía era básicamente banquera y comerciante.
Cuando, al fin, llegó Gómez, el presidente que las
transnacionales andaban buscando, la burguesía se metió en el negocio de las
concesiones petroleras. Negocio de una cuantía inimaginable para la época.
Desde los 30, las empresas se conformarían en relación a la
urbanización de las ciudades y a las necesidades de construcción de los
gobiernos principalmente. Y a la
importación, por supuesto.
Cuando llega 1958, los adecos traen un plan. El excluyente programa
de AD y Copei pasaba por monopolizar como partidos el poder. Y por reprimir a
quien intentara competir con ellos. Pero sí tenían un plan estratégico. La
llamada “sustitución de importaciones”.
Se prohibió la importación de muchos artículos y se cargó
con altos impuestos la importación de otros. Venezuela se convirtió en un
invernadero proteccionista. A la burguesía se le dio créditos a granel, que
muchas veces no pagó (así quebraría a la CVF).
Aquí en Valencia, se creó la zona industrial. Se le dotó de
servicios y vialidad, y el terreno se vendió a precios risibles a las empresas,
a las que se exoneró de impuestos municipales. Ahora sí tendríamos industrias y
dejaríamos de importar muchos productos. Pero el invernadero tenía un hueco oculto.
Las transnacionales instalaron sus fábricas, pero la “sustitución de
importaciones” era ínfima. Ya no importábamos el automóvil entero, lo
importábamos por partes (pagadas en dólares) y lo armábamos aquí.
Con todas las ventajas proteccionistas la burguesía no creó
una infraestructura productiva. Ni nos ahorró dólares. El producto “nacional”
era mucho más caro que el mismo producto en el exterior. El consumidor pagaba
el “Made in Venezuela”. Se necesitaba a un socio yanqui hasta para producir
clavos. Mientras, la burguesía se quejaba del control de precios y del
contrabando desleal.
Luego vino el aumento del precio del petróleo en los 70. La
demanda aumentó bárbaramente, pero se cubrió con importaciones, esperando que,
algún día, nuestra burguesía la cubriera con producción nacional. Vana espera.
En los ochenta le entró la manía de la globalización y de la
apertura. No más invernadero. Quería competir y pedía “libertad” económica. El
coro repitiendo ese discurso fue ensordecedor. Exigió y obtuvo la entrega de las
prestaciones sociales, la liberación de los precios, la libertad para acceder a
los dólares y sacarlos del país. Nada de controles. Pero tampoco se le vio el
queso productivo a la tostada. Algunos grupos metidos a globalizados quebraron
sus propias empresas: ver la historia del grupo Mendoza y del grupo Newman.
En fin, ni con proteccionismo ni con liberalismo, ni con
alta demanda ni con créditos, ni con control ni descontrolados. Recuerdan la
canción: “Ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedios”.
Me es muy difícil imaginar un escenario donde la burguesía
venezolana logre industrializar al país. Digo, si aún lo está pensando
realmente.
Domingo 24/05/2015. Lectura Tangente, Notitarde
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