Orlando Zabaleta
No hay precisión sobre el número de víctimas de la dictadura
en Chile. Las cifras oficiales son conservadoras, como muchos socialistas de
ese país; pero aunque sean datos cautelosos, no dejan de producir escalofrío
las 40 mil víctimas sustanciadas y reconocidas oficialmente.
La sangrienta represión se instauró desde el mismo día del
golpe, el 11 de septiembre de 1973. Las cárceles y los cuarteles fueron
insuficientes, incluso el Estadio de Santiago. Allí Víctor Jara, junto a otros miles,
enfrentaría valiente su martirio, le cortarían las manos para que no le cantara
al pueblo chileno.
La sangre y la sevicia corrieron en abundancia y la tortura
se volvió tan cotidiana como la salida del sol.
Un torturador es un ser incomprensiblemente anormal. Gozarse
con las pequeñas miserias ajenas se ve todos los días. Y un sicario es alguien
a quien la vida humana no le da ni frío ni calor. Pero dedicarse a producir sufrimiento
físico y mental sobre un ser humano desarmado, que no puede, no digamos
defenderse, ni siquiera huir, es difícil de concebir. Cuesta catalogar como
humanos a los torturadores, Pinochet incluido. “Hijo de puta, como cualquier
torturador”, los tildó sin más Miguel Otero Silva.
¿Cómo funcionaba la mente del jefe de torturadores? Pinochet
desató esos monstruos sobre el pueblo chileno. Y cuando le pareció insuficiente
el territorio de Chile, internacionalizó el asesinato y el suplicio con la
Operación Cóndor y con homicidios en Buenos Aires o Washington.
Voy a coincidir con los tránsfugas que llegaron exiliados de
Chile y, tras proceso de derechización, terminaron vergonzosamente
consiguiéndole virtudes al monstruoso dictador. Pinochet tenía razón. Pero no
lo digo en el mismo sentido, por supuesto.
Así nos asombre la pervertida psicología de la bestia, su
infra humanidad no debe ocultarnos el aspecto social y político del asunto.
Pinochet cumplió una importante función para la burguesía
chilena e internacional. De allí el apoyo de Nixon y Kissinger, la solidaridad
de El Mercurio y de la SIP, la sólida amistad que le profesó la Thatcher, la
fidelidad de Piñera, y otros vergonzosos etcéteras. El asesinato masivo tenía
una razón de ser, más allá de saciar la sed de sangre y dolor de los chacales. La
inmensa mayoría del pueblo chileno aspiraba a una sociedad justa, donde el
trabajo y la riqueza social no fueran monopolio de la rapaz burguesía chilena y
que la patria no fuera entregada al saqueo de las transnacionales.
¿Podía gobernar Pinochet sin eliminar a una parte del pueblo
chileno y sin amedrentar a la mayoría? Definitivamente no. Y ese es la “razón”
profunda de la represión, no la sinrazón de los morbosos actores. La famosa gobernabilidad,
pues.
Solo con una sangría, cuya cantidad dependerá de los avances
previos del pueblo, de su combatividad, puede la derecha estabilizar los grandes
retrocesos históricos. Fue así como Franco, asentó sobre millones de muertos la
caída de la democracia y la regresión de España desde la república hasta la inútil
y corrupta monarquía española.
Eso me lleva a preguntarme: ¿puede la Oposición acabar con
la inclusión social (asumida por la inmensa mayoría del pueblo venezolano) y reintroducir
las viejas medidas del neoliberalismo en santa paz? Liberar los precios, soltar
el dólar (y llevárselo también). Eliminar las leyes que “deforman” el mercado:
la Ley del Trabajo en primer lugar. Privatizar, es decir, vender a precio de
gallina flaca, las empresas del Estado, tanto las que funcionan como las que no
(es imaginable la alegría de Mendoza si logra ponerle la mano a la Empresa Diana
a precio de remate). Y mandar para ustedes saben dónde a los Consejos
Comunales.
Desde hace tiempo muchos saben que un gobierno de Oposición
debe asegurar la “gobernabilidad” y que eso tiene su precio. Entre el golpe de
2002 y el paro de 2003, circuló bastante esa tesis. Algunos decían que había
que eliminar a 100 o 200 mil chavistas. Otros eran más condescendientes: bastaría
con unos 20 mil. Sé de ex secretarios de los Salas y profesores universitarios (“gente
decente”, pues) que consideran el gasto de sangre ineludible, prácticamente una
inversión.
Y tenemos una Oposición que cuando pierde una elección
despotrica del “ignorante pueblo”, y sale a drenar sus frustraciones y a buscar
“salida”, dejando a un lado la Constitución y la más elemental humanidad. Y el
saldo es de decenas de muertos. Pero los locos responsables son héroes. Si no
es fascismo se le parece mucho.
La “transición” es un retorno. Un vuelta atrás. ¿Se podrá
hacer en idílica armonía? Algo así como retornar a los mejores y más
“pacíficos” tiempos de la Cuarta, como si el pueblo fuera el mismo de esos
tiempos, y aquí no ha pasado nada. ¿Regresar a los 70, como si tuviéramos el
carro de “Volver al Futuro”? ¡Por favor!
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