Orlando Zabaleta
La influencia keynesiana se había fortalecido desde el
desastre de la Gran Depresión de los treinta, cuando la producción, el comercio
y el empleo se desplomaron en todo el mundo y no querían volver a levantar vuelo,
mientras los viejos entusiastas del libre mercado insistían, en medio de la ruina
general, en predicar fe, esperanza y paciencia. Porque, según ellos, la “mano
invisible” del mercado lograría el equilibrio. No más aguántese ahí, que el
mercado arreglará todo, no ahorita pero sí “a largo plazo” (de allí se copió
Teodoro aquello de “Estamos mal, pero vamos bien”). Implacable, John Maynard
Keynes les respondía (a los economistas de los años 30, no a Teodoro): “A largo
plazo, todos estaremos muertos”.
Así que, terminada la Segunda Guerra Mundial, nadie creía
seriamente que dejar al mercado realengo asignando los recursos de la sociedad
fuera algo inteligente. No porque fueran marxista y pretendieran que las crisis
periódicas del capitalismo, que lo acompañan desde 1825, se debieran a la
apropiación privada del producto del trabajo social. Eran keynesianos y, como
había planteado Lord Keynes, no existía un
solo punto de equilibrio, sino muchos posibles (algunos con bastante
desempleo), y la demanda efectiva siempre sería menor que la oferta. El Estado
debía intervenir para enfrentar esa demanda insuficiente, y así garantizar el
crecimiento, el pleno empleo, etc.
Y la receta funcionó estupendamente entre 1945 y 1968.
Fueron los años dorados del capitalismo: el capitalismo del “Estado de
bienestar” (Estado intervencionista), un ciclo largo de prosperidad en el cual
las depresiones fueron leves y cortas, y el crecimiento parecía no tener
límites.
Por supuesto que los adecos y la CEPAL eran keynesianos. La
sustitución de importaciones (a la cual le debe Valencia su Zona Industrial),
la reforma agraria (que crearía demanda interna), el proteccionismo comercial
(que no de capital) constituían el plan que regía la economía venezolana. Al
menos durante los 60 y parte de los 70.
Pero cuando yo concluía mi adolescencia, y aunque fuera
menor de edad me preparaba para dejarme crecer una barbita (nada frondosa ni
impresionante, es verdad), y me hacía todas las preguntas (y, peor aún,
pretendía responderlas), el modelo internacional que tan bien había servido
desde el 45 estaba engatillado, la
economía mundial tendía al estancamiento. Hasta la convertibilidad del dólar en
oro la había acabado Nixon en 1971. El lapso 68-71 son los años del frenazo.
Entonces, en el 72, los árabes se tiran un bloqueo petrolero
por la guerra de Yom Kippur, y el embargo disparó los precios y le dio a la abúlica
OPEP algo que hacer; y los políticos y los economistas de los países ricos consiguieron
al fin a quien echarle la culpa de la crisis que llevaban años enfrentando. Sin
lugar a dudas, dijeron y aún repiten, los culpables son esos avariciosos países
productores de petróleo.
Los gringos, prácticamente nuestros únicos compradores, nos
habían estado pagando entre 2 y 4 dólares por barril. Y con energía barata
habían sostenido su crecimiento económico, ganado la Segunda Guerra Mundial,
empatado la de Corea y se afanaban en no perder la de Vietnam, que los gringos
siempre están ocupados con las “amenazas a su seguridad nacional” en cualquier país
del planeta, por alejado que se encuentre o por pequeño que parezca.
Desde el 72 la crisis era pública y notoria: los alemanes
inventan el término “estanflación”, porque en contra de las enseñanzas
keynesianas y de la experiencia de las últimas décadas, todo intento de
“tonificar” la economía para producir crecimiento con una inflación tolerable,
producía una gran inflación sin crecimiento económico. Las monedas
internacionales fluctuaban violentamente entre sí sin conseguir descanso. El
keynesianismo se hundió en el descrédito
y los políticos y economistas en la confusión.
Ya a finales de los 70, yo, ya con mayoría de edad, vivía la
juventud, esa época en la que, para efectos prácticos, somos inmortales (“Somos
tan poderosos, tan eternos, que cerramos el puño y el verano/comienza a
sollozar entre los árboles”, dirá Benedetti).
El capitalismo, en cambio, ya había dejado atrás su madurez.
Había sobrevivido al desafío bolchevique, a las Guerras Mundiales, a la Gran Depresión,
pero tenía que enfrentar una tercera edad que, como todos, había esperado que
fuera más tranquila. Los años 72-80 son los años de la crisis abierta y de la
búsqueda desesperada de respuestas.
Fue entonces cuando el capitalismo inventó el
neoliberalismo.
Domingo 05/04/2015. Lectura Tangente, Notitarde
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