Orlando Zabaleta.
Desde hace tiempo observo un reiterado abuso del término “fascista”. Cualquier acción violenta, pretensión golpista o incluso bravuconería de la derecha es catalogada de fascista. Pero ni la prisión de López es la prisión de Hitler, ni el asalto a la Fiscalía, a pesar de sus 43 muertos, es el Putsch de Múnich.
Tildar de fascista a cualquier acto nada más porque sea violento
implica creer en el pacifismo de la democracia representativa. Y nadie, salvo
fanáticos aduladores, puede asignarle esa virtud a la IV República sin
sonrojarse: Betancourt inauguró la democracia con torturas, asesinatos, Teatros
de Operaciones y demás; Leoni multiplicó la figura del “desaparecido” mucho
antes que las dictaduras del Cono Sur; CAP II, luego del Caracazo, realizó un sangriento
escarmiento de clase a los sectores
populares. Y en cuanto a paramilitarismo, la AD de los 60 tuvo su banda armada,
la Sotopol, con su rosario de heridos y muertos; y en Carabobo sufrimos a las
bandas armadas de los Celli durante los 80. No son los parámetros de violencia o
respeto a los derechos humanos los que diferencian al fascismo de la democracia
burguesa.
Pero aunque no me engañe la imagen de abuelito de Ramos
Allup y conozca el autoritarismo feroz al que pueden llegar los adecos, también
rechazo esa postura infantil de igualar democracia burguesa, dictadura y fascismo.
Que prefiero ir preso que recibir un tiro en la nuca.
Comparar con el fascismo alemán puede ser ilustrativo. En Alemania,
en medio de la profunda crisis económica de los 30, la derecha tradicional,
agotada y desprestigiada, mantiene el poder y la república. La izquierda avanza
y parece peligrosa. Ante el desgaste del orden tradicional, los nazis se
ofrecen como opción al peligro comunista, una revolución contra la revolución.
La alta burguesía abandona a sus partidos tradicionales y opta por apoyar al
fascismo. La clase media, azuzada por la crisis y el anticomunismo, es la base
de masas del fascismo. Así el Tercer Reich de Hitler acabó con la República de
Weimar.
Hay algunos de estos rasgos en la Venezuela de los 90. La
crisis económica-social. Los partidos de derecha, AD y Copei, desacreditados, ya
no dirigían ni a los pobres ni a los ricos; la oligarquía rechaza a sus propios
partidos: Granier encabeza a un sector de la burguesía que les hace la guerra
abierta. La desesperación cunde en la clase media.
Ahora veamos las diferencias. Sin condiciones para una
ruptura del orden y ante el descrédito de los viejos partidos, surge un nuevo
partido de derecha, Proyecto Venezuela, que enfrenta a AD y Copei, ataca al
partidismo y al populismo, habla de “ciudadanos” y es más descaradamente
neoliberal. A pesar del déficit intelectual de Proyecto Venezuela, podía servir
como opción política de derecha porque Proyecto respondía a la necesidad
burguesa de un recambio.
Pero Proyecto, que había crecido enfrentando a los viejos
partidos, acaba pactando con ellos a nivel nacional, es decir, suicidándose
como proyecto histórico. Más tarde, al persistir la necesidad de una nueva derecha,
aparecería Primero Justicia, que también cometería el mismo error de pactar con
el pasado.
Estos “nuevos” partidos no son partidos fascistas. Aunque
sean más de derecha que los viejos. Son esencialmente neoliberales, sin
remembranzas keynesianas, con una visión de la democracia más limitada por
cartabones tecnocráticos, sin contaminación “socialdemócrata”. Y, punto muy importante:
en estos partidos (lejos del ultranacionalismo fascista) no se consigue ni gota
de nacionalismo, sino un entreguismo vergonzoso, de allí su cofradía con Uribe
y su lacayismo con Obama. Los que se arrastran no aspiran a construir un Reich
(dudo que nuestra burguesía dependiente pueda crear una versión tropical de
fascismo).
Lo que vemos en esos partidos son grupitos o líderes inmediatistas
y con cierto regusto por las vías violentas. Líderes desubicados, escaladores y
súper ambiciosos que, en su lucha por el poder, recurren a la violencia para mostrarse
radicales ante sus adeptos. Tendrán, pues, actitudes fascistoides y no les
importará el daño colateral, pero el que sean irresponsables hasta la sangre
ajena no los convierte en fascistas.
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