Orlando Zabaleta
Me estoy robando el nombre de la
famosa columna del recordado poeta y humorista Aníbal Nazoa, pero también es
verdad en este momento: Aquí hace calor. El Niño, con sus gracias de
adolescente, está llenando el mundo de calor e inundaciones. A nosotros nos
tocó el calorón.
Cada vez es más difícil que
alguien ignore lo del cambio climático (lluvias excesivas, sequías y calores
que llegan y se van cuando les da la gana) porque lo afectan en su vida
cotidiana.
Soy de una generación que
entendió el problema ecológico tarde. Valencia era fresca, el frío llegaba
siempre en diciembre y las lluvias eran puntuales y ajustadas a los
calendarios.
Mi viejo amigo Rubén Ballesteros
fue el primero que me habló del tema al final de los 70. Insistía en que los
esprays con clorofluorocarbonos, hasta el nombre cuesta pronunciarlo, estaban
destruyendo la capa de ozono. Rubén se había doctorado en Química en una
universidad de Viena, así que sabía lo que decía.
Pero como los jóvenes veinteañeros
siempre lo sabemos todo, yo seguía usando desodorantes en aerosol. Pensaba, lo
admito, que las grandes potencias se habían desarrollado sin preocuparse por
los males del planeta y que ahora pretendían encarecer nuestro desarrollo y
obligarnos a pagar tecnologías de preservación. Ya lo confesé, y me apena. Pero
permítanme alegar en mi defensa que también tenía opiniones más cuerdas además
de esa barbaridad.
A mi generación, salvo
excepciones, no le atrajo el tema: discutíamos de economía, sociología, historia,
arte, filosofía. Pero poco o nada de ecología. Excepto que el asfalto le ganaba
terreno a los árboles, pero esta queja era más ademán poético que afán
conservacionista. Detrás o debajo de esa visión estaba esa fe indestructible en
la ciencia que prevaleció durante casi todo el siglo XX. Si la ciencia hacía un
daño, también podría repararlo.
Pero inevitablemente crecimos.
Nosotros y la contaminación. Supimos lo del cambio climático, del efecto
invernadero, de la desertificación. No solo por los libros, también por la
lluvia que no vino en mayo, o por el calorón de este momento.
Ya lo sabemos: en algún momento,
de seguir así, la humanidad no podrá vivir en el planeta. O solo podrán unos
pocos, y quién sabe cómo. No está tan lejos el asunto. El niño que nace hoy
(podría ser su hijo o su nieto, amigo lector), ¿en qué mundo vivirá cuando
llegue a los 30 años?
Los líderes del mundo siguen
sordos al problema. Al capitalismo solo le interesa el negocio. Alguien dirá
que el “socialismo” chino y el del siglo XX bastante hacen e hicieron por
ensuciar la atmósfera. Para mí es otra razón para no llamar “socialismo” a esos
regímenes burocráticos (y el término “industrial” es demasiado inodoro
socialmente). Lo que priva para que sigamos siendo el pájaro que ensucia su jaula
es la búsqueda de la ganancia y los dictados del mercado. O sea, el
capitalismo.
Cuando el bandido de George Bush
llegó a la presidencia de los Estado Unidos le preguntaron sobre el Tratado de
Kioto de 1997. El tratado era un compromiso internacional de reducir seis gases
de efecto invernadero en un 5%. El gobierno gringo lo había firmado, pero era
indispensable que lo aprobara el congreso. Se le preguntaba al nuevo presidente
si buscaría su aprobación en el congreso. La insólita respuesta de Bush fue:
¿Cuál tratado? Más tarde aclaró que no aprobaría nada que rebajara la
competitividad de la industria norteamericana.
La ecología es un problema
político. Y cada vez entenderemos esto mejor. Llegará el momento, en algunos
años, en que nadie permitirá que el tema ecológico pase debajo de la mesa en el
debate político. Hasta el calor conspirará para que no se olvide la ecología.
Entonces, los atrasados comprenderán por qué Chávez planteó eso de “Salvar el
planeta”. Y la disyuntiva de “Socialismo o barbarie”. Ojalá no sea demasiado
tarde.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario