domingo, 26 de abril de 2015

Herejes, judíos, masones, comunistas

Orlando Zabaleta

I
Los soldados de Simón de Montfort se atrevieron a discutir sus órdenes sobre el exterminio total. Alegaron que, además de herejes, en la ciudad sitiada también había “buenos cristianos”. Montfort atajó sus escrúpulos con un fuerte argumento teológico: “Mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”. Era una Cruzada santificada por el mismo Papa contra los herejes del sur de Francia, así que los soldados podían matar hombres, mujeres y niños con la seguridad de alcanzar la gloria celestial.
El Montfort, además de ordenar misas y mutilaciones masivas, no olvidaba reclamar el señorío de los territorios conquistados y exterminados. Que su innegable celo religioso merecía ser recompensado.

II
Unos siglos más tarde, judíos conversos son juzgados por el asesinato de un niño en un acto ritual, el “Santo Niño de la Guarda”. El cuerpo del niño no aparece ni se sabe su nombre, ni hay denuncias de niños desaparecidos. El juicio se basa en testimonios incoherentes de los presos torturados. Los acusados son condenados y quemados vivos.
Era la España de los Reyes Católicos. En 1492 expulsan a todos los judíos de su reino. Ya se sabía que comían niños. Además de la recompensa divina, los reyes toman las pertenencias de los deportados.

III
En el siglo XVIII, el siglo de las Luces, la herejía se torna racionalista. La masonería se convierte en blanco de los ataques de los viejos poderes. Las bulas papales la condenan. Y tenían razón en censurarla. Miranda, Bolívar, San Martín formaron logias masónicas que propagaban el sueño de una América Española independiente. Las proclamas españolas acusaban a Miranda de masón (es decir, de hereje). Por supuesto, también los masones comían niños en sus ritos secretos.
Cuando arrancó el siglo XX, ya el racionalismo había tomado el mundo. Y aunque aún se mantenía, más solapado por el momento, el antisemitismo, la reacción frente a una mujer que jurara haber volado en su escoba era encerrarla en un manicomio y no quemarla.
Pero siempre se necesita un cordero que cargue con las culpas del mundo. Así que se tenía al bolchevismo, que pronto se convirtió en comunismo.
La constitución de López Contreras tenía un Inciso que expresamente declaraba ilegal y contrario a la patria al comunismo y al anarquismo. Por supuesto, ayer como hoy, los que rabiosamente proscribían al comunismo no tenían ni remota idea de qué era eso. Pero sí sabían que el anticomunismo era útil: ningún luchador por la democracia en América Latina se salvó de ser acusado de comunista, ni siquiera insospechables como Rómulo Gallegos.

IV
Nunca he sabido qué contestar cuando alguien me pregunta si soy comunista. Me dan ganas de contra-preguntar: ¿Se refiere a comunista de 1848, o de 1921? ¿O a comunista de los años 40? No fui miembro del PCV, nunca estuve de acuerdo con las políticas de la URSS y  tampoco creía que el “Manual de Marxismo-Leninismo” fuera inocente de las barbaridades que se cometían en el campo soviético. Pero era y soy marxista. Mi respuesta tendría que ser larga y compleja.
Realmente el preguntador no busca precisión histórica ni conceptual. La mayoría de las veces lo que está indagando es el equivalente actual a si uno es hereje, judío o masón. Es decir, lo que pregunta es: ¿tú comes niños?
Cuando, en su famoso Comité, el senador Joseph McCarthy preguntaba a su “invitado” si era comunista, ¿no estaba continuando los interrogatorios de Torquemada en su Inquisición? Razón tuvieron Einstein, Chaplin y tantos otros en huir de Estados Unidos, porque a McCarthy nunca le bastó la simple respuesta “No, yo no soy comunista”.
Por estos predios, Betancourt (que sí fue comunista en sus años mozos), obsesionado por tomar distancia de lo que llamó un “sarampión de la juventud” (tenía que congraciarse con sus nuevos amigos), inventa el término “castro-comunismo” como nuevo lema para la herejía. Expresión de exclusivo uso meramente propagandístico, puesto que en sí el término es de lo más necio y su uso es bastante enfermizo. Véase a Franco, Pinochet, Videla y a toda la caterva de verdugos que tantos crímenes cometieron enarbolando la bandera del anticomunismo.
A fin de cuenta, el asunto es que necesitan un espantapájaros (sobre todo si la democracia puede desbordarse y el pueblo la quiere ejercer). Y ya los herejes, los judíos y los masones no sirven para esa función. Alguien tiene que estar comiendo niños, tiene que haber una conspiración de comedores de niños. O, al menos, es necesario hacer propaganda sobre el “peligro comunista” como si estuviéramos en los años 50.

Domingo 26/04/2016. Lectura Tangente, Notitarde

domingo, 19 de abril de 2015

El Creyón

Orlando Zabaleta

Entre diciembre de 2001 y comienzos de 2002 me dijeron que era mentira lo que denunciaba Chávez sobre una conspiración para dar un golpe de estado. Y YO LO CREÍ.
Dieron el golpe, y un grupito de militares y empresarios montó a Carmona, pero me aseguraron que todo el país estaba contentísimo con Carmona, que tenía todo el apoyo mediático, político, militar, económico, religioso. Que nadie podía tumbar a ese hombre. Y YO LO CREÍ.
Me aseguraron que Chávez había renunciado y hasta leyeron, aunque nunca la mostraron, la carta de renuncia por la televisión. Y YO LO CREÍ.
El 13 de abril salió un gentío a la calle a reclamar a Chávez, yo no me pude enterar en el momento porque estaba viendo televisión. Por teléfono me confirmaron que Carmona continuaba de presidente y que todo estaba tranquilo, tan tranquilo que en la TV presentaban comiquitas, El Libro de la Selva y Tom y Jerry. Y YO LO CREÍ.
Meses más tarde me dijeron que prácticamente Chávez estaba caído, que nadie lo quería, y que bastaba con una sola semana de sabotear PDVSA para que el régimen cayera. Que apoyara, o me calara, el paro. Y YO LO CREÍ.
Me emocionaron con que “El paro pica y se extiende”, mientras yo hacía colas de 24 horas para la gasolina, y colas en el banco que abría medio tiempo, aunque los intereses de la tarjeta me los cobraba a tiempo completo. Y YO LO CREÍ.
Me asustaron mucho porque juraron que el gobierno me iba a quitar a mis hijos. Que ya los decretos y leyes estaban listos para arrebatarnos los niños a todos los venezolanos. Y YO LO CREÍ.
Me explicaron que el paro se flexibilizó, pero que continuaba.
Cuando el referéndum me aseguraron que todos odiaban a Chávez, que barreríamos en el revocatorio, aunque todas las encuestas pronosticaban lo contrario. Y YO LO CREÍ.
Cuando perdimos, me dijeron que hubo fraude en el referéndum, Y YO LO CREÍ, aunque años después, el mismo que lo dijo ante las cámaras y prometió las pruebas “para mañana”, Ramos Allup, se sacude el bulto y aduce que los demás lo obligaron a decirlo.
Me explicaron que Carter es chavista, porque lo compraron con no sé cuántos millones de dólares y que, evidentemente, la elección manual es más rápida que la automatizada. Y YO LO CREÍ.
En el 2006, me aseguraron de nuevo que ganaríamos. Absolutamente seguro esta vez, que el gobierno estaba chorreado; y algunos jefes del oficialismo ya habían salido del país o estaban en embajadas. Y YO LO CREÍ.
Me repitieron que perdería la casa, que me quitarían los hijos, que hasta le expropiarían la carnicería al carnicero de la esquina. Todos estos años, todos los días, El Nacional, El Universal, Globovisión denunciaban al régimen y repetían que en Venezuela no existía Libertad de Expresión. Y YO LO CREÍ.
Me explicaron que Venezuela está aislada del “concierto mundial”. Que nadie nos quiere tratar, que nuestro país es un paria internacional, aunque Chávez cree la Unasur y la CELAC, y entre en Mercosur. Y YO LO CREÍ.
Me contaron que Chávez no estaba enfermo realmente. Que todo era un truco para ganar adeptos por la vía de la lástima. Y YO LO CREÍ.
En las presidenciales me dijeron que Capriles ganaría las elecciones. Y luego que ganaríamos la mayoría de las gobernaciones. Y YO LO CREÍ.
En las últimas presidenciales, me juraron por su madre que esta vez sí ganaríamos. Luego me dicen que habíamos ganado, pero que no nos reconocían el triunfo. Me revelaron que si se abrían la minoría de cajas que no se auditaron, con esas ganaríamos, precisamente en las cajas que por sorteo entre los miembros de mesa de cada centro no se auditaron estaba nuestra victoria. Me cruzó por la mente que me habían visto cara de pendejo, pero YO LO CREÍ.
Con el decreto del Gran Jefe, informaron que los chavistas estaban chorreaos, que el aislamiento de Venezuela era casi total y que Obama les daría una pela en la Cumbre, aunque los únicos en América que no rechazaron el decreto prácticamente éramos Canadá y yo.
A veces siento que tengo un borrador en la cabeza, que mis brazos son de madera y mis huesos de grafito. ¿Será que me estoy convirtiendo en UN CREYÓN?
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Cuando Gregorio Samsa despertó una mañana tras un sueño inquieto, se encontró en su cama convertido en un horrible híbrido, mitad humano y mitad lápiz. Casi inmovilizado logró voltear con mucho esfuerzo el cuello para verse en el espejo. La cara estaba metalizada y la cabellera se había vuelto un borrador. Brazos y piernas estaban pegados al cuerpo y parecían de madera. Los pies se habían vuelto negros y puntiagudos, como de grafito. Gregorio Samsa se había convertido en un creyón. No era un sueño.

Domingo, 19/04/2015. Lectura Tangente, Notitarde

domingo, 12 de abril de 2015

La estafa neoliberal (II)

Orlando Zabaleta

Desde 1975 los economistas Friedrich Hayek y Milton Friedman aconsejaron al dictador Pinochet sobre cómo conducir a Chile hacia la “libertad”. Hacia la libertad de mercado, se entiende; que Hayek prefería una “dictadura liberal” a una “democracia ilimitada”. Y Friedman le dio a Pinochet el primer programa neoliberal: política de shock, reducción del gasto, flexibilización del mercado laboral (cambiar “la ley actual que impide el despido de los trabajadores”), libertad total para el capital financiero y el comercio internacional, liberación de precios, privatización de las empresas del Estado.
El que unos autores que hablan con frenética frecuencia de “libertad” desemboquen en estas políticas es un tema sociológico tan curioso como escalofriante, pero no vamos a tratar aquí las tortuosas relaciones del liberalismo con la democracia.
El neoliberalismo se estrenó en el mundo entre la sangre, la represión y la tortura de decenas de miles de chilenos. No fue mera casualidad. Un programa tan ferozmente “libertario” solo podía implantarse con una dictadura muy férrea y sanguinaria.
Al empezar los 80 la Thatcher y Reagan inician la política neoliberal desde los centros del poder capitalista. Reagan redujo los impuestos a los ricos mientras recortaba el gasto social (educación, salud). Era un Robin Hood al revés: robaba a los pobres para darle a los ricos. Pero el recorte del gasto social no equilibró el presupuesto (pretendido objetivo de los neoliberales), porque Reagan aumentó el gasto público cual si fuera el más fanático keynesiano, sólo que el incremento se dio en el sector militar. Generó gigantescos déficits fiscales que sostuvo a punta de Bonos del Tesoro. Por supuesto, las tasas de interés se elevaron, y los países deudores acabaron pagando más en intereses que en amortización del capital.
Crear la “teoría” no era muy difícil. Pero es indispensable olvidar que la libre competencia desapareció con el siglo XIX, hacer como que las transnacionales y los monopolios no existen; y si existen, el mercado los tratará igualito que al bodeguero de la esquina. Nada sorprendente: la propaganda en pro de la libre competencia la realizan sin ruborizarse los Rockefeller y Carlos Slim, caballeros que deben la mayor parte de su fortuna a las más aberrantes prácticas monopólicas.
Desde el gobierno yanqui y el británico fue fácil tomar los organismos internacionales: el Banco Mundial, el BID, el FMI. Así se creó el llamado “Consenso de Washington”, que nunca fue consenso, por supuesto (ni siquiera se discutió con las víctimas). Un nuevo culto que se permeó al mundo académico y a los premios nobeles.
Es asombroso que el capitalismo internacional pudiera imponer a los países pobres el nuevo credo. Mientras los Estados Unidos se mantenían endeudándose y crecía su déficits fiscal, el FMI exigía a los países pobres eliminar sus déficits, les reclamaba “austeridad” y encima los acusaba de “mal administrados”. Mientras Estados Unidos y Europa protegían su producción agrícola y su acero con aranceles y subvenciones, le pedían al resto del mundo que abriera totalmente sus fronteras al comercio internacional.
Pero tenían la fuerza para hacerlo. Y había suficiente miopía y lacayismo en los países periféricos para permitirlo.
El papa Juan Pablo II fue quien popularizó la expresión “capitalismo salvaje” (creada por un cardenal uruguayo). El asunto no es sólo moral (que tiene su peso si se mira el hambre y al hombre). El asunto también es que el neoliberalismo no produjo crecimiento ni estabilidad en ningún país del mundo excepto en los países desarrollados (y eso hasta el 2008). La CEPAL declaró a los 80 la “década perdida” para América Latina, por su retroceso económico, pero los 90 fueron peores.
En el 2008 estalla “La Gran Recesión”. El país que más se había beneficiado de la onda neoliberal ve que la “libertad” que había implantado, es decir, la falta de control, ha desembocado en una gigantesca especulación que hace desplomar al sistema financiero y al aparato productivo. El credo neoliberal ordena que se deje a su propia suerte a las empresas ineficaces. Pero ese principio es sólo para el Tercer Mundo. El mismo Bush y los congresistas republicanos salen corriendo a intervenir en el mercado y aprueban fondos públicos para el rescate de los principales culpables de la crisis. De nuevo se robaba a los pobres para darles a los ricos; este es el único aspecto en el que el neoliberalismo ha sido coherente y consecuente.
Genio y figura, el neoliberalismo siempre fue una trampa caza bobos.

Domingo 12/04/2015. Lectura Tangente, Notitarde

domingo, 5 de abril de 2015

La estafa neoliberal (I)

Orlando Zabaleta

La influencia keynesiana se había fortalecido desde el desastre de la Gran Depresión de los treinta, cuando la producción, el comercio y el empleo se desplomaron en todo el mundo y no querían volver a levantar vuelo, mientras los viejos entusiastas del libre mercado insistían, en medio de la ruina general, en predicar fe, esperanza y paciencia. Porque, según ellos, la “mano invisible” del mercado lograría el equilibrio. No más aguántese ahí, que el mercado arreglará todo, no ahorita pero sí “a largo plazo” (de allí se copió Teodoro aquello de “Estamos mal, pero vamos bien”). Implacable, John Maynard Keynes les respondía (a los economistas de los años 30, no a Teodoro): “A largo plazo, todos estaremos muertos”.
Así que, terminada la Segunda Guerra Mundial, nadie creía seriamente que dejar al mercado realengo asignando los recursos de la sociedad fuera algo inteligente. No porque fueran marxista y pretendieran que las crisis periódicas del capitalismo, que lo acompañan desde 1825, se debieran a la apropiación privada del producto del trabajo social. Eran keynesianos y, como había planteado Lord Keynes, no existía un solo punto de equilibrio, sino muchos posibles (algunos con bastante desempleo), y la demanda efectiva siempre sería menor que la oferta. El Estado debía intervenir para enfrentar esa demanda insuficiente, y así garantizar el crecimiento, el pleno empleo, etc.
Y la receta funcionó estupendamente entre 1945 y 1968. Fueron los años dorados del capitalismo: el capitalismo del “Estado de bienestar” (Estado intervencionista), un ciclo largo de prosperidad en el cual las depresiones fueron leves y cortas, y el crecimiento parecía no tener límites.
Por supuesto que los adecos y la CEPAL eran keynesianos. La sustitución de importaciones (a la cual le debe Valencia su Zona Industrial), la reforma agraria (que crearía demanda interna), el proteccionismo comercial (que no de capital) constituían el plan que regía la economía venezolana. Al menos durante los 60 y parte de los 70.
Pero cuando yo concluía mi adolescencia, y aunque fuera menor de edad me preparaba para dejarme crecer una barbita (nada frondosa ni impresionante, es verdad), y me hacía todas las preguntas (y, peor aún, pretendía responderlas), el modelo internacional que tan bien había servido desde el  45 estaba engatillado, la economía mundial tendía al estancamiento. Hasta la convertibilidad del dólar en oro la había acabado Nixon en 1971. El lapso 68-71 son los años del frenazo.
Entonces, en el 72, los árabes se tiran un bloqueo petrolero por la guerra de Yom Kippur, y el embargo disparó los precios y le dio a la abúlica OPEP algo que hacer; y los políticos y los economistas de los países ricos consiguieron al fin a quien echarle la culpa de la crisis que llevaban años enfrentando. Sin lugar a dudas, dijeron y aún repiten, los culpables son esos avariciosos países productores de petróleo.
Los gringos, prácticamente nuestros únicos compradores, nos habían estado pagando entre 2 y 4 dólares por barril. Y con energía barata habían sostenido su crecimiento económico, ganado la Segunda Guerra Mundial, empatado la de Corea y se afanaban en no perder la de Vietnam, que los gringos siempre están ocupados con las “amenazas a su seguridad nacional” en cualquier país del planeta, por alejado que se encuentre o por pequeño que parezca.
Desde el 72 la crisis era pública y notoria: los alemanes inventan el término “estanflación”, porque en contra de las enseñanzas keynesianas y de la experiencia de las últimas décadas, todo intento de “tonificar” la economía para producir crecimiento con una inflación tolerable, producía una gran inflación sin crecimiento económico. Las monedas internacionales fluctuaban violentamente entre sí sin conseguir descanso. El keynesianismo se hundió en  el descrédito y los políticos y economistas en la confusión.
Ya a finales de los 70, yo, ya con mayoría de edad, vivía la juventud, esa época en la que, para efectos prácticos, somos inmortales (“Somos tan poderosos, tan eternos, que cerramos el puño y el verano/comienza a sollozar entre los árboles”, dirá Benedetti).
El capitalismo, en cambio, ya había dejado atrás su madurez. Había sobrevivido al desafío bolchevique, a las Guerras Mundiales, a la Gran Depresión, pero tenía que enfrentar una tercera edad que, como todos, había esperado que fuera más tranquila. Los años 72-80 son los años de la crisis abierta y de la búsqueda desesperada de respuestas.
Fue entonces cuando el capitalismo inventó el neoliberalismo.

Domingo 05/04/2015. Lectura Tangente, Notitarde