Orlando Zabaleta.
Hablemos sobre el precio en moneda nacional de una moneda
extranjera (o sea, de eso que llaman los economistas la tasa de cambio de una
divisa). En estos tiempos confusos y especulativos pululan pretendidos
análisis, descaradas charlatanerías, ristras de consignas y hasta la más
imaginativa novelería sobre lo que determina el precio del dólar, discursos que
dejan de lado lo básico del proceso de apreciación de una divisa.
I
Empecemos por el piso del mecanismo. La tasa de cambio de una moneda nacional con otra extranjera está
asentada sobre sus respectivas capacidades de compras. Utilizaré números
arbitrarios para los ejemplos: supongamos que un ventilador nacional cuesta
1.000 Bs., mientras en Estados Unidos el precio de un ventilador semejante es
de 1 dólar; entonces, en principio, un dólar sería equivalente a 1.000 Bs.
Ponga el lector un poquito de amplitud para aceptar esa simplicidad:
por supuesto que una sola mercancía no determina la capacidad de compra de una moneda;
pero, para efectos del ejemplo, el ventilador representaría al conjunto de
bienes que ambos países producen o venden. También sabemos todos, es una
enseñanza cruel de la hiperinflación que todo lo trastoca, que los bienes no
mantienen la misma proporción de intercambio entre sí. Cuando yo estaba pequeño
el pasaje en autobús costaba 0,25 Bs., y lo mismo costaba un cafecito en la
panadería; pero hoy (es necesario precisarlo: a mediados de julio de 2018) mientras
un cafecito llega a 600 mil Bs., un pasaje cuesta 10 mil.
Pero, reitero: lo que me interesa es dejar claro que la
cuantía de la tasa de cambio se asienta en las capacidades de compra de las
respectivas monedas. Saltará un economista y me dirá que eso nunca sucede así,
pero el que nunca suceda no significa que no sea verdad. Significa que otros factores
también influyen.
Un primer factor a considerar son los costos de transporte,
si traer el ventilador de EEUU cuesta 100 Bs., el costo total del ventilador
importado será 1.100 Bs. y la tasa de cambio tendería a colocarse alrededor de 1.100
Bs.
Hay otro factor que puede elevar el precio de la moneda
extranjera muy por encima del piso o hundirlo hasta el subsuelo: la
disponibilidad de la divisa y su demanda. Si a un país le entran muchos dólares
puede darse el lujo de mantener el precio de esa divisa en moneda nacional por
debajo de lo que determinan las capacidades de compras de las monedas
implicadas; y si le entran pocos dólares, y las demandas nacionales de diversos
bienes o servicios compiten por esos escasos dólares, el precio de la divisa
subiría muy por encima del piso.
Si el país de los ventiladores, cuya tasa de cambio debería
oscilar alrededor de 1.100,00 Bs, es un país petrolero, al cual le ingresan por
la venta de petróleo miles de millones de dólares, ese país podría darse el
lujo de fijar el precio de un dólar en, digamos, 500 Bs. Para mantener esa tasa
debe tener muchos dólares, y cuando sus nacionales necesiten la divisa (para
importar bienes o insumos, para viajar, consumir o invertir afuera) puede
venderles los dólares a 500 Bs. A pesar de que 500 Bs. no compren un ventilador,
ni nacional ni extranjero.
Para esa tasa de 500 Bs. por dólar la moneda nacional, el
bolívar, está sobrevaluada con respecto al dólar. La sobrevaluación causa que,
aunque un ventilador nacional cueste 1.000 Bs., esos mismos 1.000 Bs.,
convertidos en dólares, serán dos dólares, o sea, comprarán dos ventiladores en
el exterior. La magia cambiaria hace que 1.000 Bs. cuando se expresan en
dólares valgan más. En cambio, un ciudadano extranjero que viene con dólares
consigue 500 Bs por cada uno y por ello necesitará dos dólares (convertidos en
bolívares) para comprar un ventilador que en su país le cuesta solo uno.
Si la moneda nacional está sobrevaluada los bienes
producidos en el país son más caros para los que tienen monedas extranjeras, y
los productos extranjeros son más baratos comprados en dólares. La
sobrevaluación explica el remoquete de los “tabaratos” con que la gente del
Norte bautizó a los viajeros criollos en los 70; según proferían en Miami, los turistas
venezolanos cuando preguntaban el precio de cualquier cosa siempre respondían “Ta’
barato, deme dos”.
La inflación, como se sabe, afecta la capacidad de compra de
las monedas. En las condiciones del ejemplo que hemos descrito, supongamos
ahora que se fija el valor del dólar en 1.100 Bs. Es decir, que la tasa de
cambio expresa un equilibrio entre las distintas capacidades de compra. El
ventilador nacional cuesta mil Bs. y el importado 1.100 (1 dólar). Estamos más
o menos “queme”. No hay sobrevaluación.
Ah, pero resulta que en el país de los bolívares la
inflación es de 30 % y en el país de los dólares es de 5 %. Al año tenemos que
el precio del ventilador nacional sería 1.300 Bs. (30 % de inflación), y en el
país de los dólares el artefacto llegaría a 1,05 dólares. Y al siguiente año,
manteniendo las inflaciones constantes, los precios alcanzarían 1.690 Bs y 1,10
dólares, respectivamente (esta proporción arrojaría una tasa de 1.536,36 Bs.
por dólar). La diferencia de los índices de inflación va variando la relación
de las capacidades de compras; lógico, a fin de cuentas la inflación es la
pérdida de capacidad de compra de la moneda; y por ello esa diferencia de
inflaciones corroe el equilibrio inicial que expresaba la tasa de cambio de
1.100 Bs por dólar. Si se insiste en mantener esa tasa de cambio, el nivel de
sobrevaluación de la moneda nacional irá en aumento año tras año, hasta
volverse irreal con respecto a la relación de capacidades de compra. ¿Les suena
familiar?
Lo anterior se puede conseguir en cualquier libro de
economía que trate sobre el tema. Es el mecanismo básico para el
establecimiento del valor de una divisa.
II
Ahora veamos un poquito de historia. En 1926 los ingresos por
exportación de petróleo en Venezuela superaron por primera vez a las entradas
del resto de nuestras exportaciones (pieles de res, principalmente). Luego vino
el famoso crac del 29, una caída en picada de la economía mundial, que produjo
una larga y dolorosa depresión en los inicios de los años 30. Las depresiones todavía
acostumbraban a venir no solo con la caída de la demanda sino también con bajas
abruptas de precios, así había ocurrido durante el siglo XIX y las primeras
décadas del XX. Con la crisis de los 30 también cayeron los precios, aunque no
tanto como antes (que ya los monopolios estaban dejando lo del “libre mercado”
para los ilusos), y como siempre unos precios bajaron más que otros. El precio
de los productos agrícolas se desplomó tanto que en algunos rublos hasta recoger
la cosecha dejó de ser rentable.
En 1929 el general Gómez, el Benemérito, fijó una tasa de
cambio del dólar por primera vez, y, sorpresa, la fijó a un bolívar
sobrevaluado (3,19 Bs por dólar). Fue también la primera devaluación del
bolívar, ya que antes se cambiaba 1 a 1 con el dólar, pero el nuevo valor, el
primero oficial, aún estaba sobrevaluado. Dije “sorpresa” porque Gómez, en su
origen, era un hacendado andino, y eso de abaratar los productos que se
exportaban (el café andino, por ejemplo) no era bueno para los hacendados. Quienes,
efectivamente, perdieron cosechas cuyos bajos precios ya no cubrían los costos
de recolección. Gómez, tras décadas en Caracas y 21 años de dictadura, ya había
mutado y, sin dejar de ser terrateniente, era más sensible a los requerimientos
de los importadores, a quienes sí les interesa el bolívar sobrevaluado, que a
los de sus colegas hacendados. Y también el Benemérito apreciaba mucho los
ingresos de la Aduana (igual que los anteriores presidentes), y sabía, hasta
por experiencia personal, que buena parte del café andino salía por Táchira hacia
Cúcuta y por el Lago de Maracaibo hacia el Caribe sin pisar tierrita (digo, la
tierrita aduanal). Más tarde, López Contreras devaluaría de nuevo el bolívar en
1941, fijando la tasa de cambio a 3,35 Bs. por dólar; y así se mantendría hasta
la llegada de la Democracia Representativa.
La crisis económica que aparece en el último año de Pérez
Jiménez se profundiza a partir del 58. Nuestra valiente burguesía la enfrentó
con una de sus recetas preferidas: la fuga de capitales. Betancourt devalúa primero
a 4,30. Como eso no detuvo la hemorragia y las reservas internacionales seguían
evaporándose, el gobierno instauró el control cambiario con dos tasas
distintas: 4,70 (para importaciones no esenciales) y 3,35 Bs. (para el resto).
Tampoco funcionó y en 1961 por decreto se pasó el 80 % de las importaciones a
4,70. Fue en 1964 cuando se reinstauró la tasa única de 4,30 que se mantendría hasta
el Viernes Negro.
III
Las devaluaciones e incidencias cambiarias de comienzos de
los 60 generaron en los primeros años de la Democracia Representativa protestas
populares, que fueron enfrentadas por Betancourt con la represión policial y
militar que tanto practicaba y prefería el llamado “padre de la democracia”
venezolana.
El modelo económico del gobierno en los sesenta tenía como
objetivo la “sustitución de importaciones”, es decir, sustituir lo que
importábamos del extranjero por producción nacional. Lo cual de por sí no era
mala idea, por el contrario era y es algo bueno y necesario. El problema era el
“cómo” se pretendía alcanzar ese objetivo. El gobierno, tan represivo con los
“pata en el suelo” y los críticos, era muy temeroso de pisarle los callos a las
transnacionales, a la burguesía nacional y a los aparatos represivos. Por eso
la política económica metió al país en un invernadero de altos gravámenes de
importación, un fuerte paraguas proteccionista, mientras se invitaba a las
transnacionales a instalarse dentro del invernadero. A las transnacionales y a
los empresarios locales se les vende a locha (literalmente) los terreros en
zonas industriales y se les exonera por años de impuestos nacionales y
municipales. Así vino la Ford a ensamblar carros en Venezuela (lo más caro,
como el motor, lo importaban, y el agregado nacional era grande en kilogramos,
pero pequeño en dólares). Importar un carro significaba pagar el doble en
impuestos de nacionalización, así que las automotrices estaban protegidas de la
competencia externa. El valor agregado nacional era mínimo, y la
industrialización conseguida era limitada. Tenía que serlo. Claro, a muchos les
encanta idealizar el “desarrollo” industrial de la época, pero la prueba
irrefutable del fracaso de la política de sustitución de importaciones fue
precisamente que no cumplió su objetivo, no nos ahorró dólares ni nos liberó de
la dependencia de la divisa (como lo demostraría contundentemente el Viernes
Negro, cuando los dólares no nos alcanzaron).
Luego vino el embargo petrolero árabe en el 73. El barril de
petróleo había estado por muy debajo de 2 dólares durante buena parte del siglo
XX y sólo subió a 2,7 en 1973, precio desde el cual empezó a escalar
rápidamente hasta llegar a 11 dólares. Las transnacionales acostumbraban a
jugarnos sucio con lo del precio: por ejemplo, la filial de la Shell en
Venezuela le “vendía” muy barato el petróleo a su casa matriz en EEUU, para
pagarnos lo menos posible por conceptos de royalties e impuestos. Se les acabó la
fullería cuando los países productores establecieron el “precio de referencia”:
asumieron la potestad de establecer el precio al cual debían pagar las filiales
royalties y los impuestos de la producción del petróleo, dejando sin efecto la ficción
mafiosa de “venderse” a sí mismos que hasta entonces utilizaban. En fin, la
situación de los países exportadores de petróleo cambió totalmente a partir del
embargo petrolero.
Eso provocó un salto gigantesco en nuestros ingresos en
dólares. Un salto expresado en nuestros presupuestos nacionales. Y nos llevó a
un inmenso aumento de la demanda y a la insólita ilusión rentista, que aún
vivimos, de creer que somos un país “rico” aunque no produzcamos nada.
Los gigantescos ingresos de dólares inundaron nuestra viciada
estructura económica no para resolver sus limitaciones, sino para aumentarlas.
Con un bolívar sobrevaluado y un país de capacidades productivas limitadísimas
(por la deficiencia precisamente del proceso sustitución de importaciones que
no ahorraba dólares), el aumento de la demanda interna produjo el gigantesco aumento
de las importaciones, que la oferta interna no podía satisfacer. Se formó esta
clase media aluvional que conocemos, tan distinta a la estable y trabajadora
clase media que se había levantado por décadas antes de los 70. Las tendencias
antiproductivas se acentuaron (antes estaban alimentadas especialmente por el
proteccionismo; ahora, por el dólar barato). Era un nuevo país, donde el
invernadero proteccionista no podía aguantar el “crecimiento” del
desbordamiento económico. Fue la llamada “Venezuela saudita”. Y cuando los grandiosos
ingresos no alcanzaron para saciar el apetito importador se recurrió al
endeudamiento masivo y sin control, y a este proceso, con el mayor desparpajo
del mundo, se le llamó “desarrollo”.
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Exceptuando cortos períodos, el bolívar siempre ha estado
sobrevaluado con respecto al dólar. El que la sobrevaluación fuera de gran
tamaño sí es una costumbre adquirida después de la crisis petrolera de los 70,
después de convertirnos en “ricos”. Se explica lo de los 70 por la borrachera
del heredero, en la Venezuela saudita la sobrevaluación era la hacedora de la
gran capacidad de compra que ostentaba y enorgullecía a la minoría que vivía
esos lujos. Pero cuando todo acaba en el Viernes Negro, parece extraño que no
se aprendiera la lección. Estos olvidos, esta reincidencia viciosa, solo los
puede explicar el peso de la cultura rentista en el país.
Los presidentes luego del Viernes Negro le han tenido miedo
a las devaluaciones. Es posible mantener cierta tensión entre la tasa oficial y
el mercado paralelo del dólar: dependiendo de con cuántos dólares se cuenta y
de la distancia entre el oficial y el paralelo. Pero los presidentes atrasan el
momento de la decisión de devaluar y dejan crecer los diferenciales hasta que
la separación entre ambos mercados es muy grande, y entonces esa diferencia los
asusta y los paraliza, porque ponerse al día sería demasiado riesgoso y doloroso.
IV
Pero las devaluaciones de las monedas no son en sí algo
malo. Habiendo agotado el capitalismo su edad de oro de la postguerra, entra en
una etapa crítica desde mediados de los 70; Europa no había inventado aún lo de
la integración europea, y cada país podía combatir la crisis devaluando su
moneda; de hecho, durante una etapa, la devaluación era un arma de guerra
comercial: Francia devaluaba el franco para abaratar sus productos y encarecer
los bienes extranjeros y Alemania le respondía con una devaluación del marco, y
luego les seguían los otros países.
La presión de Estados Unidos para que China revalúe su
moneda tiene larga historia. Actualmente Trump, empeñado en acabar con el
déficit comercial gringo por la fuerza, está acusando a China y a la Unión
Europea de mantener devaluadas sus monedas para abaratar sus productos de
exportación. China, ya metida en el club de los grandes, no puede jugar tan
libremente a tener una moneda devaluada como antes, pero bajó al yuan en 2015 cerca
de un 2% para potenciar su crecimiento, y hay quien opina que por cada punto
porcentual de devaluación del yuan China gana un punto en las exportaciones.
V
En Venezuela, desde el Viernes Negro las devaluaciones han
sido reiteradas y fuertes. En una economía que importa más del 90 % de lo que
consume, la devaluación significa el encarecimiento inmediato de todo o de casi
todo. Pero, además, como el país no tiene mucho que exportar (por su escasa capacidad
productiva) el abaratamiento de los productos nacionales ante el extranjero no ocasiona
un aumento de las exportaciones. O sea, las devaluaciones nos traen todas sus
desventajas y ninguna de sus ventajas.
Por eso, porque significan duros golpes a la economía de la
mayoría, las devaluaciones no son populares en Venezuela. Son temidas y
sufridas. Y con razón.
Todo eso es verdad. Pero no justifica las propuestas
absurdas y fantasiosas de revaluar el bolívar. Es casi como un siniestro cuadro
surrealista que haya hasta agrupaciones que planteen el “Bolívar Oro”, o
diversas medidas para revalorizar el bolívar (incluyendo la dolarización de
Falcón). He visto asombrado “proyectos” que imaginan, y hasta sacan cuentas y
presentan números, de lo que se podría hacer con un bolívar más sobrevaluado
aún del que tenemos; son alucinaciones contables, por supuesto. Que en su
irrealidad nos alejan del problema real: la necesidad urgente de estabilizar la
moneda, que es distinto a pretender solucionar algo convirtiendo la
sobrevaluación, nuestro arraigado mal, en virtud.
Si los ingresos en dólares se redujeron a una quinta parte
(primero por el desplome del precio del petróleo y luego por la imperdonable caída
de la producción petrolera; caída muy criolla, por cierto), y no tenemos forma
de reducir nuestras importaciones en la misma proporción, es lógico que el
bolívar pierda estabilidad.
Y que la especulación aumente es también algo lógico. Así es
el capitalismo, que es, a fin de cuenta, lo que tenemos. Manteniendo una diferencia
abismal entre la tasa oficial y la realidad se mantiene el terreno ideal para
que la especulación, y otras cosas peores, agarren vuelo. Así se explica el que
una página web pueda derrotar al Banco Central y a todo el gobierno, fenómeno
que sólo es la superficie del problema. La culpa no es del ciego, sino del que
le da el garrote.
Intentar enfrentarlo con un Dicom que “subasta” pírricas
cantidades de dólares, o creer que el rentismo financiero de los petros podrá
sostener la sed de dólares, son más obras de teatro que acciones efectivas.
Porque, vean (y, por favor, créanme): la economía existe.