domingo, 29 de noviembre de 2015

La campaña silenciosa

Orlando Zabaleta.


I
Ya es cuestión de días para que culmine la campaña electoral más taciturna que hayamos visto en estas tierras. Hemos visto muchas con pocas nueces, pero ninguna con tan poco ruido.
Nada de estridentes marchas, ni apretadas caravanas ni tonadas pegajosas y repetitivas. Ni siquiera los titulares de los periódicos se han dejado monopolizar por la campaña.
Muchos factores alimentan este sorprendente silencio pre-electoral en medio de una crisis económica profunda y cotidiana.
Los políticos tradicionales de ambos bandos no perciben o valoran uno de los factores más fuertes. Los venezolanos tienen sus opciones, lo que no tienen es tiempo para dejarse enganchar. El venezolano de a pie dedica buena parte de sus días a localizar y comprar productos de primera necesidad. Hacer cola y buscar artículos consume, al menos, dos días de la semana.
Además es una elección parlamentaria, y no presidencial. Y por tradición no es lo mismo. Hay más abstención, y más desatención.
No desconozco el carácter “nacional” de la elección. La polarización existente es el piso sobre el cual hay que asentar cualquier análisis serio. Porque, a diferencia de las polarizaciones de otras épocas, la actual es una polarización social, no meramente política. Son visiones distintas y contrapuestas las que dividen al país. Los votantes irán a respaldar sus opciones más que a sus candidatos. Lo cual es absolutamente válido.
La lógica diría que la Oposición, con esta crisis, debería ser tremendamente ruidosa. Pero no. La Oposición teme dejar escapar sus propuestas para enfrentar la crisis. La Oposición no quiere confesar su plan. Recetas del FMI, resolver el déficits con la eliminación de los programas sociales, entregar la economía y los dólares a los empresarios que sólo saben empaquetar lo que importan.
Más caradura y decidido, CAP tenía en la campaña de 1988 dos comisiones para dos programas de gobierno distintos: con uno pregonaba aquello de que “con los adecos se vive mejor” y con el otro, el verdadero y secreto plan, preparaba sin saberlo el Caracazo.
Otra causa no desdeñable de esta tibieza comicial es la falta de esperanza, ese producto de primera necesidad.
La Oposición no puede fomentarla, porque arrastra más odio que esperanza. Ni siquiera cree que su propia victoria sirva para algo más que realizar su obstinado deseo de derrotar al chavismo.
Un sector del chavismo está descontento con la inefectividad del gobierno para enfrentar la crisis, y, sin esperanza, tiende a la abstención. No es que quiera que vuelvan los de la Cuarta. Ni que considere a Fedecámaras como un agrupación de angelicales fabricantes y comerciantes a quienes el gobierno maluco no les permite producir (lo mismo decían los empresarios de Caldera, de Carlos Andrés II, de Lusinchi).

II
He votado desde que tengo mayoría de edad. Solo me abstuve en el 93. No podía votar ni por Caldera ni por Velásquez, los dos candidatos del “cambio” de ese entonces, que llevaban plumas anti-neoliberales en sus vestidos. No podía votar por un ambicioso líder de derecha ni por un político pragmático con un discurso nebuloso. No era mi culpa que no se presentaran verdaderas opciones de cambio en esas elecciones, y que los candidatos fueran de malo a peor.
En la Cuarta el voto era un deber y ante el crecimiento de la abstención se amenazaba con que a los que no cumplieran con su deber constitucional no se les darían pasaporte ni se le tramitarían documentos en notarías y registros.
La Constitución de 1999 puso el asunto en su lugar: el voto es un derecho, no un deber.
La gente empezó a votar masivamente y sin necesidad de que la amenazaran. La gente votó por una razón sencilla. Tenía esperanza, porque Chávez traía esperanza. Al menos a la inmensa mayoría de la población.
Voy a votar, claro. No porque no esté descontento. Pero hay que sacar cuentas. Con los señores del FMI no quiero ir ni a la esquina. Con los empresarios que no producen nada sin dólares (y muchos tampoco producen cuando le dan los dólares) tampoco. Voy a votar en contra de las transnacionales gringas que quieren ponerle la mano al petróleo, y no precisamente para pagárnoslo más caro, ni para dejar más dinero en el país. En la acera de enfrente hay sectores fascistas que queman bibliotecas y que dejan decenas de muertos si no tienen votos suficientes. Y luego salen con su “yo no fui”. Con esa gente no se sale de la crisis, se adentra en ella, más bien.
Luego del 6D al gobierno hay que exigirle que asuma un plan coherente, donde no debe faltar la transparencia y la lucha con resultados contra la corrupción y la ineficacia. Pero el justo descontento no nos puede llevar a entregar la Patria por inacción. Queremos cambio real, no regresión.

Domingo 29/11/2015. Lectura Tangente, Notitarde.

domingo, 22 de noviembre de 2015

¿Arde París?

Orlando Zabaleta.


Así se llamaba una novela muy leída, un auténtico best-seller de los 60, de dos periodistas, Larry Collins y Dominique Lapierre. El texto relata los últimos días de la dominación nazi sobre Francia en 1945, y sobre todo la negativa del gobernador alemán en París, el general Von Choltitz, de obedecer la categórica orden de Hitler: incendiar a la capital francesa antes de abandonarla para así crear una crisis gigantesca que retrasara el avance de las tropas aliadas hacia Alemania. Hitler, según los autores, insistiría, y preguntaría a su general si había cumplido la orden: “¿Arde París?”.
He recordado, lamentablemente, esa frase ante el sangriento atentado terrorista en París. Que los bárbaros nunca inventan y siempre se repiten.
El Estado Islámico se vanagloria ante el mundo de sus crímenes. Y demuestra que tiene los recursos para colocar y hacer operativo un pequeño ejército hasta en una de las ciudades más importantes del mundo.
El último y sangriento hobbies del Pentágono es crear Frankensteins. Intenta crear Golem, criaturas sin voluntad y con poco cerebro, controlables, que muchas veces no pasan de dar declaraciones y otras llegan a ser presidentes de países o Secretarios de la OEA. Pero muchas veces los Golem se rebelan, quieren tener vida propia, y se convierten en perros que muerden a sus amos.
Los Estados Unidos llevan décadas creando, fortaleciendo y armando a grupos extremistas islamistas. Primero para atacar a la atea URSS. Y luego de la caída del estado soviético siguieron usando a esos grupos de locos para desestabilizar a los países cuyos gobiernos no les agradan. Que el pecado que no tiene perdón es no agradar al Gigante del Norte.
Bush padre tuvo la genial idea de utilizar a un señor llamado Bin Laden en esa tarea. Y su hijo, George W, también conocido por su genialidad, acentuó la amistad con la familia Laden en lucrativos negocios petroleros.
Se podría creer que después de lo de las Torres Gemelas, los yanquis ya tendrían suficiente con estos experimentos. Pero no. Continuaron con lo mismo. Y no es por vicio. Resulta que los gringos quieren destruir el nacionalismo árabe, ese movimiento que viene desde la época de Nasser y que defiende la soberanía del pueblo árabe frente a la milenaria y dogmática injerencia occidental. No es casual que hayan sido gobiernos laicos los que se han vuelto intolerables a los Estados Unidos (Irak, Libia, Siria), nunca el obsoleto régimen saudita, una monarquía absoluta y teocrática.
Para esconder la artimaña, Bin Laden tenía que morir, impensable que fuera encarcelado. Así nos perdimos los cuentos que el prisionero pudo hacer contado sobre sus relaciones con los Bush y el Pentágono. El presidente Obama personalmente dio la orden de acallar al peligroso testigo.
Desde Afganistán y desde Irak, los países invadidos por los gringos, se fue creando el nuevo Frankenstein. Más monstruosamente sanguinario que Al-Qaeda. Con ambiciones y recursos mucho mayores.
Cuando los gringos decidieron acabar con Siria hicieron lo de siempre: entrenaron y dotaron de armas y recursos a los terroristas.
No pudieron hacer más, como se lamenta la señora Clinton, porque el mismo Congreso yanqui le puso límites a la “ayuda” que le dan a la “Oposición” siria. Ayuda que, como se enteraron algunos senadores norteamericanos, terminaba mayoritariamente en manos de los extremistas del Estado Islámico y sus aliados.
Pero con el fanatismo religioso no se puede jugar. Y menos controlar. La relación entre Estados Unidos y el Estado Islámico está preñada de ambigüedad, de una ambigüedad calculada. Acaso por ambas partes, porque no solo tenemos el despiadado cálculo de los pragmáticos gringos. Detrás de la piedad dogmática del Estado Islámico están grandes negocios, que hasta petróleo venden los terroristas del EI.
Dos acontecimientos están dando al traste con este juego de sangre y mentiras del Pentágono.
La intervención rusa, que previo acuerdo con el gobierno sirio, como debe ser, arrancó un plan de bombardeo sobre las posiciones del Estado Islámico. Los rusos han golpeado con fuerza a las fuerzas terroristas, que han retrocedido, han logrado más en un mes que lo que Estados Unidos y la OTAN han conseguido en un año. La acción rusa produjo además una coordinación político-militar que agrupa a Siria, Irán y a la cual se sumó Irak.
Ahora ardió París. De nuevo un ataque bárbaro y sin ningún miramiento por la vida humana. Una típica acción terrorista: es decir, una guerra contra civiles inocentes y desarmados.
La alarmada Francia también está llamando a la coordinación con Rusia. El Frankenstein está aglutinando un poderoso frente en su contra.
El juego yanqui de estar con Dios y con el Diablo se enredó, pareciera que definitivamente. Los gringos o corren o se encaraman.

Domingo 22/11/2015. Lectura Tangente, Notitarde.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Dos descontentos contrapuestos

Orlando Zabaleta

Oficialmente la campaña electoral arrancó el viernes 13 (que seguro será de mala suerte para algunos). No sé si notaré mucha diferencia, porque estoy viendo campaña electoral desde hace meses. Aunque de baja intensidad y, sobre todo, a la chita callando.
Primera vez, desde el 98, que hay elecciones en un ambiente de tanto descontento. Precisamente la comparación más cercana de estos comicios sería con la campaña del 98. Pero la comparación es superficial y hasta frívola.
En 1998, los sectores populares llevaban década y media retrocediendo económicamente y en los  tres años previos habían pasado hambre parejo. Hambre real. Se reportaba el uso de Perrrarina y de harina de maíz con agua para sustituir a la leche infantil. Más de la mitad del país vivía en situación de pobreza, y la pobreza extrema era espeluznante. Los supermercados estaban, por supuesto, repletos, porque no todos podían pagar los altos precios de los productos.
Personalmente me consta que la clase media, concentrada en su propia crisis, no sabía de la espantosa situación de la mayoría, porque ni visitaba las zonas pobres ni leía informes sociales o datos socioeconómicos. Así que a muchos con edad para conocer ese pasado no se los recuerdo: se los informo, porque sé que ni se enteraron.
Pero, es cierto, mal de muchos (o de otras épocas), consuelo de tontos. La situación económica actual es dramática, y de nuevo solo la comida está consumiendo todas las entradas familiares. No hay esa hambre generalizada de finales de los 90, pero todos tememos que llegue. Y soy de los que cree que el gobierno debe adelantar un plan eficaz para enfrentar esta crisis de raíz, y no sólo atacar sus efectos. Pero estamos cotejando situaciones.
Hay otra diferencia con el 98. El descontento de ese año era más añejo, se venía acumulando desde el Viernes Negro. El Caracazo y las consecuencias del 4-F son prueba de ello. Era un descontento digerido, reciclado y vuelto a digerir, que andaba buscando salidas reales desde el Sacudón del 89.
La diferencia política abismal es que al régimen le quedaban muy pocos dolientes. Salvo Ramos Allup y sus seguidores, ya nadie creía en la Cuarta República, ni en su capacidad de reformarse. Ya nadie esperaba nada del estatus político. La Cuarta República estaba prácticamente muerta antes de las elecciones de 1998.
La situación actual es más, muchísimo más, compleja. Porque el chavismo no está agotado, como pregonan los políticos de la Oposición (los inteligentes lo dicen pero no lo creen), ni como lo perciben los cegatos “analistas” de esa parcialidad política.
El chavismo, les participo, es una visión del mundo, donde no caben la exclusión, el racismo social, ni tampoco entregar a la Patria por un paquete de harina. Según esa visión el Estado no está para permitir que especuladores nacionales y extranjeros cuadren sus cuentas con nuestras penurias, ni para dejar la salud y la educación en las abusivas manos privadas, ni para entregar la dirección de la economía a los banqueros. En fin, que la renta petrolera no debe ser monopolizada, como ocurrió desde los años 30, por la burguesía parásita, esa que no puede “producir” ni avena si no le dan dólares.
Bueno, les informo además, que esa visión del mundo, ese “conjunto de valores” (para usar ese pavoso lugar común), es mayoritaria en el pueblo venezolano. No lo será en los sectores medios y altos, evidentemente, pero sí en los populosos sectores populares.
La mayoría de ese chavismo popular está descontento, por supuesto. Y con razón. Nunca aprobó la corrupción ni la ineficacia, ni le gusta el padroteo del Estado sobre las organizaciones populares. Y ahora sufre profunda y diariamente la carestía y el desabastecimiento. Incluso, dentro del descontento chavista estamos quienes creemos que el gobierno no ha articulado, como era su deber, una política para enfrentar la crisis del rentismo capitalista en Venezuela.
Ah, pero no está disgustado porque no se entrega el país a Obama y a Mendoza, ni a los viejos neoliberales.
Así, pues, hay dos descontentos. Muy distintos.
¿Qué hace el chavista descontento (tan distinto al descontento opositor)? Se abstiene en las elecciones. Vean los resultados electorales en las zonas populares en la última década, y lo ratificarán, la Oposición, cuando mejora su actuación electoral, casi nunca fue porque aumenta sus votos, sino porque una parte del chavismo se abstiene.
Se abstiene, pero no vota por la Oposición. La inmensa mayoría del país rechaza a la visión opositora. De manera que, les revelo, amigos opositores, su chance en estas elecciones depende de la abstención chavista. Habrá circuitos, diría Unamuno, donde podrán vencer, pero no convencer.

Domingo 15/11/2015. Lectura Tangente, Notitarde

domingo, 8 de noviembre de 2015

La razón de Pinochet

Orlando Zabaleta

No hay precisión sobre el número de víctimas de la dictadura en Chile. Las cifras oficiales son conservadoras, como muchos socialistas de ese país; pero aunque sean datos cautelosos, no dejan de producir escalofrío las 40 mil víctimas sustanciadas y reconocidas oficialmente.
La sangrienta represión se instauró desde el mismo día del golpe, el 11 de septiembre de 1973. Las cárceles y los cuarteles fueron insuficientes, incluso el Estadio de Santiago. Allí Víctor Jara, junto a otros miles, enfrentaría valiente su martirio, le cortarían las manos para que no le cantara al pueblo chileno.
La sangre y la sevicia corrieron en abundancia y la tortura se volvió tan cotidiana como la salida del sol.
Un torturador es un ser incomprensiblemente anormal. Gozarse con las pequeñas miserias ajenas se ve todos los días. Y un sicario es alguien a quien la vida humana no le da ni frío ni calor. Pero dedicarse a producir sufrimiento físico y mental sobre un ser humano desarmado, que no puede, no digamos defenderse, ni siquiera huir, es difícil de concebir. Cuesta catalogar como humanos a los torturadores, Pinochet incluido. “Hijo de puta, como cualquier torturador”, los tildó sin más Miguel Otero Silva.
¿Cómo funcionaba la mente del jefe de torturadores? Pinochet desató esos monstruos sobre el pueblo chileno. Y cuando le pareció insuficiente el territorio de Chile, internacionalizó el asesinato y el suplicio con la Operación Cóndor y con homicidios en Buenos Aires o Washington.
Voy a coincidir con los tránsfugas que llegaron exiliados de Chile y, tras proceso de derechización, terminaron vergonzosamente consiguiéndole virtudes al monstruoso dictador. Pinochet tenía razón. Pero no lo digo en el mismo sentido, por supuesto.
Así nos asombre la pervertida psicología de la bestia, su infra humanidad no debe ocultarnos el aspecto social y político del asunto.
Pinochet cumplió una importante función para la burguesía chilena e internacional. De allí el apoyo de Nixon y Kissinger, la solidaridad de El Mercurio y de la SIP, la sólida amistad que le profesó la Thatcher, la fidelidad de Piñera, y otros vergonzosos etcéteras. El asesinato masivo tenía una razón de ser, más allá de saciar la sed de sangre y dolor de los chacales. La inmensa mayoría del pueblo chileno aspiraba a una sociedad justa, donde el trabajo y la riqueza social no fueran monopolio de la rapaz burguesía chilena y que la patria no fuera entregada al saqueo de las transnacionales.
¿Podía gobernar Pinochet sin eliminar a una parte del pueblo chileno y sin amedrentar a la mayoría? Definitivamente no. Y ese es la “razón” profunda de la represión, no la sinrazón de los morbosos actores. La famosa gobernabilidad, pues.
Solo con una sangría, cuya cantidad dependerá de los avances previos del pueblo, de su combatividad, puede la derecha estabilizar los grandes retrocesos históricos. Fue así como Franco, asentó sobre millones de muertos la caída de la democracia y la regresión de España desde la república hasta la inútil y corrupta monarquía española.
Eso me lleva a preguntarme: ¿puede la Oposición acabar con la inclusión social (asumida por la inmensa mayoría del pueblo venezolano) y reintroducir las viejas medidas del neoliberalismo en santa paz? Liberar los precios, soltar el dólar (y llevárselo también). Eliminar las leyes que “deforman” el mercado: la Ley del Trabajo en primer lugar. Privatizar, es decir, vender a precio de gallina flaca, las empresas del Estado, tanto las que funcionan como las que no (es imaginable la alegría de Mendoza si logra ponerle la mano a la Empresa Diana a precio de remate). Y mandar para ustedes saben dónde a los Consejos Comunales.
Desde hace tiempo muchos saben que un gobierno de Oposición debe asegurar la “gobernabilidad” y que eso tiene su precio. Entre el golpe de 2002 y el paro de 2003, circuló bastante esa tesis. Algunos decían que había que eliminar a 100 o 200 mil chavistas. Otros eran más condescendientes: bastaría con unos 20 mil. Sé de ex secretarios de los Salas y profesores universitarios (“gente decente”, pues) que consideran el gasto de sangre ineludible, prácticamente una inversión.
Y tenemos una Oposición que cuando pierde una elección despotrica del “ignorante pueblo”, y sale a drenar sus frustraciones y a buscar “salida”, dejando a un lado la Constitución y la más elemental humanidad. Y el saldo es de decenas de muertos. Pero los locos responsables son héroes. Si no es fascismo se le parece mucho.
La “transición” es un retorno. Un vuelta atrás. ¿Se podrá hacer en idílica armonía? Algo así como retornar a los mejores y más “pacíficos” tiempos de la Cuarta, como si el pueblo fuera el mismo de esos tiempos, y aquí no ha pasado nada. ¿Regresar a los 70, como si tuviéramos el carro de “Volver al Futuro”? ¡Por favor!

Domingo 08/11/2015. Lectura Tangente, Notitarde

domingo, 1 de noviembre de 2015

Ni la burguesía ni el Estado pueden

Orlando Zabaleta

Si exceptuamos a burócratas recalcitrantes y nostálgicos del autoritarismo, todos queremos debilitar al Estado. Prácticamente todos. Pero esa casi unanimidad es ilusoria: no estamos diciendo lo mismo cuando nos creemos de acuerdo.
Sobre todo desde los noventa la burguesía, sus políticos y sus letrados, y nuestros sugestionados opinadores de la derecha, insisten en quitarle poder al Estado para dárselo al mercado. A esa “mano invisible”, como la llamara Adam Smith, que no es tan oculta ni tan anónima: es la mano negra de los especuladores, de los banqueros, de los bachaqueros y de las transnacionales, que pretende presentarse como un ente tan ineludible e inconsciente como una ley natural.
El pueblo sufrió y sufre la inclemencia (dizque inevitable, objetiva y, por lo tanto, inocente) de esa mano invisible. Los comerciantes no “compiten” con precios más baratos para vender más, esa añosa historieta sólo la vemos en los libros de economía y en las declaraciones de las Cámaras de Comercio. Los comerciantes cuadran sus ganancias vendiendo menos para ganar más (si no, ¿por qué acaparan?). Que para ellos lo fundamental no es vender, es ganar.
La famosa mano tampoco es tan desinteresada: es la que le susurra a Mendoza que es mejor producir cerveza que harina. Mejor empaquetar el arroz “saborizado” que el arroz natural. Y que es más provechoso fabricar harina para la exportación en Colombia que en Venezuela. Ya se sabe, el capital no tiene patria.
Así, de esa manera, la mayoría no queremos enflaquecer al Estado. Ya sufrimos ese régimen en los noventa. Eso es quitarle poder al Estado desde arriba.
Pero hay otra manera de poner a dieta de grasosas (que no graciosas) potestades al Estado: quitarle el poder desde abajo. Y es lo que Chávez planteó con la democracia participativa y protagónica. Al menos por ahí se comenzaba.
Quitarle poder al Estado y dárselo a las comunidades. Que se autogobiernen, que discutan, se equivoquen y aprendan. Y decidan sobre su propio destino, sobre su propio hacer.
Por eso Chávez propuso lo de los Consejos Comunales y las Comunas. Y los Consejos de trabajadores.
Ah, pero el Estado no quiere perder una. Y se empeña en regentar los consejos. Y anula la contraloría social con el pretexto de que paraliza las actividades (es decir, la infructífera y lenta burocracia no es eficaz porque no la dejan). Y los gerentes de las empresas del Estado, aunque ni sepan lo qué están haciendo ni obtengan resultados presentables en su gestión, desarticulan cualquier mecanismo de participación de los trabajadores, aúpan a los más líderes más pro-patronales (so pretextos “revolucionarios” incluidos). Le tienen tirria a la autonomía de las organizaciones populares.
Y si el Estado coloniza las vías de la participación popular, incluyendo a los partidos, la democracia directa, la democracia de las colectividades, no se desarrolla y se convierte en misión imposible.
En fin. Tenemos una burguesía parásita e improductiva. Y un Estado ineficaz y atravesado por la corrupción y los intereses privados. Toda la vida ha sido así. Los dos han tenido recursos y han disfrutado de circunstancias provechosas. Y, sin embargo, no han logrado abrir cauces de desarrollo. Esos “actores”, la burguesía y el Estado, que en otros países y épocas históricas han servido como motores de desarrollo, en nuestro país han demostrado hasta la saciedad, durante largas décadas, su incapacidad para la tarea de romper con el ya no tan provechoso rentismo petrolero. No podrán ni el chingo ni el sin nariz. Entonces, ¿quién podrá?
Atravesamos una durísima crisis del capitalismo rentista venezolano. Que dicho sea de paso, no se enfrentó con el “socialismo” porque no se vinculó el socialismo al trabajo y a la producción. El “socialismo rentista” ni existe ni puede existir: es una contradictio in terminis. Pero sí es fácil alimentar el capitalismo rentista de siempre, insaciable consumidor de dólares, incluso con las buenas intenciones y más aún con las malas. La torpe confusión de “modelos” es el típico producto de nuestros políticos tradicionales de ambos bandos, genéticamente pragmáticos, seres más propagandistas que pensantes.
Esta crisis tiene signos de ser terminal: el rentismo no da para más. Cuando vuelva a subir el barril de petróleo tendremos un respiro. Pero no salud.
A largo plazo solo la organización popular podrá enfrentar el viejo reto. Para ello habrá que llenar la consigna de “Estado Comunal” de más carne y hueso, de definiciones y acciones. O sea, no es un problema de nombres, títulos ni consignas. No se trata de utilizar pilas bautismales para llamar “comunal”, “socialista” o “del poder popular” a cualquier empresa burocratizada o subvencionada. Se trata de abrir puertas, grandes puertas, para que quepa el pueblo.

Domingo 01/11/2015. Lectura Tangente, Notitarde.