domingo, 24 de julio de 2016

Las enfermedades de los pobres o el IMT olvidado

Orlando Zabaleta.



Mi ignorancia en ciencias médicas es gigantesca y atiborraría una biblioteca infinita imaginada por Borges. Así que lo que sigue en gran parte me lo explicó, como si yo fuera un niño de 7 años, el doctor Janis Lazdins, médico e investigador, cuyos trabajos en proyectos internacionales y en la OMS le han dado un reconocimiento internacional.
A pesar de su nombre, Janis Lazdins es más criollo que la arepa: conocido por estos lares como “El Musiú”, es de Santa Rosa, y se graduó de médico en la UC, junto con otros galenos amigos como Róger Capella y Luis García. Todos mantienen la inextinguible convicción de que la medicina tiene que ver con la salud y la vida de los seres humanos, y no con el lucro de las transnacionales farmacéuticas y las clínicas privadas. Y que el objeto central del ejercicio médico deben ser las poblaciones más vulnerables, los pobres.
Bueno, lo que hablamos el Musiú y yo, vía Internet (él allá, no sé, en Londres, Bruselas, África, y yo aquí, en Valencia), fue sobre el Instituto de Medicina Tropical (IMT) de la UCV. El IMT trata con enfermedades como el paludismo, las parasitosis intestinales, la bilharzia, la Enfermedad de Chagas, la leishmaniosis, la toxoplasmosis, etc. O sea, enfermedades de los pobres.
Enfermedades DESATENDIDAS. A pesar de representar más del 90% de la carga global de las enfermedades, las medicinas que las afrontan son pocas e inapropiadas. Los grandes laboratorios farmacéuticos no le ven el negocio a estos males, así que no invierten mucho en investigación y, por lo tanto, es poca la innovación de los tratamientos; los sistemas de salud privados tampoco le prestan mucha atención. Son enfermedades que proliferan en ambientes de malnutrición, carencias educativas y degradación ambiental; es decir, son enfermedades de pobres, históricamente asociadas con la miseria y la opresión de nuestros pueblos.
Enfermedades SILENCIOSAS, porque son de progresión lenta, insidiosas, desgastantes. No producen revueltas sociales ni atemorizantes pandemias, ni anuncian consecuencias catastróficas, como el ébola o el SIDA. Tampoco son enfermedades crónicas como las cardiovasculares, el cáncer, o las neurovegetativas, cuyos tratamientos son sumamente costosos. En fin, tienen dolientes las víctimas, pero no las enfermedades en sí. Son silenciosas porque quienes las sufren han convivido con ellas toda la vida y por generaciones: son, podríamos decir, enfermedades “naturales”, parte de la miseria cotidiana y del orden capitalista vigente.
Enfermedades SILENCIADAS. No hay campañas nacionales de lucha contra estos males con gran repercusión mediática. No habrá expresidente gringo ni artista del jet set que se muera de alguna de ellas. Son enfermedades asociadas directamente con las inequidades e injusticias sociales. Y esas inequidades no deben salir por la televisión ni agarrar mucho centimetraje.
De estos casos, pues, tratan los Institutos de Medicina Tropical en el mundo. Muy reconocidos internacionalmente son el IMT cubano y el argentino.
Chávez le dio apoyo al IMT porque entendió el sentido social de estas instituciones. Pero muchas cosas han cambiado en los últimos años. Así como a algún genio se le ocurrió que si no se publicaban los índices de inflación la gente no sentiría los aumentos de precios, otro genio ideó que el Boletín Epidemiológico del Ministerio de Salud se publicara ocasionalmente si algunos índices epidemiológicos no parecían halagüeños.
Con esta visión, ahora tenemos una crisis en el IMT con los recursos menguados. Pero más aún, hasta el 11 de julio el IMT ha sufrido 16 robos en los que va de año. Han perdido equipos valorados en decenas de millones de dólares, han tenido que mudar un laboratorio a otra instancia del Ministerio de Salud que tiene más seguridad. La incapacidad que pretende ahorrar en vigilancia nos sale muy cara.
El Ministerio de la Salud y el alto gobierno no pueden seguir sordos ante esta situación. Es una insensibilidad humana y social inaudita. Sobre todo si el gobierno pretende atender a los pobres, a las poblaciones más vulnerables. Si pretende, como dice Maduro, “proteger al pueblo”.

Martes 26/07/2016. Aporrea.

sábado, 16 de julio de 2016

El chavismo acrítico

Orlando Zabaleta.



Hace tiempo que alzó vuelo público la expresión “chavismo crítico”. Y aunque llevo muchos años identificándome con la frase, no deja de producirme cierto desasosiego su actual divulgación. Me preocupa que refleje una falsa coherencia, cuando en realidad el chavismo crítico expresa un amplio abanico de posturas. Porque basta que alguien se considere chavista y esté en desacuerdo con el gobierno para cobijarse bajo esa etiqueta (y hoy en día no es difícil estar en desacuerdo con el gobierno).
Y, además, en el país reina la más pertinaz confusión de términos. Imagínense que el presidente, por un lado, y la oposición, por el otro, discuten sobre profundizar o desechar un “socialismo” que nadie ha visto, y que a lo sumo se refieren (si es que se refieren a algo) a un atajo de clásicas medidas keynesianas o al viejo estatismo. Las siempre resbaladizas etiquetas se han vuelto aún más peligrosas.
Pero enfocados en esa corriente crítica, olvidamos inquirir sobre otra corriente que suena mucho y declara todos los días, esa sostenedora del poder político que no se atreve a decir su nombre: el chavismo acrítico.
Aclaro de entrada que el chavismo no se puede dividir exclusivamente en crítico y acrítico.
Hay sectores populares del chavismo imposibles de clasificar: en privado son críticos, rechazan al gobierno incapaz y a la burocracia arrogante; pero públicamente apoyan a Maduro por temor a esa Oposición rapaz, retrógrada, desnacionalizada, cuyo remedio para la escasez es la carestía más excluyente. De ese sector chavista han salido a la abstención, al silencio político (no a la Oposición), mucho más de dos millones de compatriotas. Tampoco es justo clasificar como chavismo acrítico al tropel de arribistas, oportunistas y ladrones que se dicen chavistas para mantenerse pegados al Estado o al Partido.
Los que sí pertenecen al chavismo acrítico son los fiscales con vocación de inquisición, esos Torquemadas prestos a acusar de traidor al que se aparte de las consignas del partido. Vanessa Davies y hasta el mismo Bernal son imputados de ser Quinta Columnas por estos arrogantes jueces defensores de la fe. La denuncia arranca apenas alguien dice algunas verdades: al Santo Oficio no le inquietan los cuentos de hadas, sino las verdades desnudas y públicas. En realidad, su don de censores es más apropiado para el Vaticano o la CIA que para el proceso bolivariano.
Pero el chavismo acrítico más decepcionante está en los cuadros medios del proceso, los cuadros honestos pero empecinadamente ofuscados. Ciegos y sordos para ver o escuchar lo que clama la calle a diario. Y hay tanto pueblo que les daría luces.
Esa ceguera, creo, la adquirieron por hábito. Porque esta crisis no apareció como súbito rayo en cielo abierto. Años sin enterarse del alza de la deuda externa, ni de la ineficacia de las inversiones públicas ni de los desequilibrios económicos que sostenían la economía (¡Esas son vainas de intelectuales!, advertían). Pretender defender un proceso sin conocerlo ni analizarlo, sin intentar predecirlo, expresa una absoluta propensión acrítica. Sorprendido por el 6D (Dios sabrá cómo), el chavismo acrítico se amparó en el rosario de consignas que, a falta de pan, les provee el gobierno.
Maduro lleva años malgastando el tiempo: enfrenta la situación cuando ya no queda de otra, y con medidas mediáticas, tardías o limitadas, mientras evade la transparencia, la lucha contra la corrupción y la participación popular para enfrentar la crisis. El gobierno ya llevó el chavismo a una derrota electoral segura, y con la misma receta está llevando la causa bolivariana a una derrota social. Cosa grave, porque afecta la vigencia histórica del movimiento popular y revolucionario.
Es difícil pretender que el chavismo acrítico sea revolucionario. No es el tipo de pensamiento que alimenta los cambios y las revoluciones. No se construye una fuerza de cambio sobre las simplezas de consignas, o con argumentos sin pertinencia como que Maduro trabaja mucho. Además el chavismo acrítico, al justificar lo injustificable, paraliza las rectificaciones, desarma a todo el movimiento y le impide rearmarse. Así condena históricamente al chavismo.

Domingo 17/07/2016. Aporrea

domingo, 3 de julio de 2016

¿Qué hacer con el Estado que tenemos?

Orlando Zabaleta.



Al contrario de la mayoría de los países, en Venezuela la sociedad vive del Estado. Por ello la normal autonomía estadal con respecto a la sociedad es mucho mayor entre nosotros. Hablamos de una relación compleja: nada que ver con la simplona antítesis Estado-Sociedad cacareada por el liberalismo. Hay un parecido histórico inevitable entre las clases dominantes y el Estado.
La burguesía venezolana se conformó traficando con las concesiones petroleras de Gómez, y luego con la urbanización acelerada de las ciudades (efecto inicial, focalizado pero estructural, del petróleo). En los 30, la burguesía venezolana, poco emprendedora, no intentó protagonizar ninguna revolución industrial.
Con la demanda asegurada por el petróleo y sin grandes necesidades de mano de obra, a la burguesía no le afectó la atrasada estructura agraria, así que no se peleó, como en otros lares, con la oligarquía terrateniente; al contrario, se fundió con ella, vía negocios y matrimonios. Un capitalismo moderno nunca llegó al campo. No hubo ni revolución agraria ni Santos Luzardos modernizadores.
El Estado que nos legó Gómez, por supuesto, ha vivido una tendencia democratizadora (luchas populares mediante). Pero la Constitución de 1999 no crea un nuevo Estado; lo que hace es fijarle objetivos al Estado (un “estado social y de derecho”), que sólo será “nuevo” en la medida en que los cumpla.
El Estado conserva la tradicional cultura burocrática: lento para comprender y para actuar, ineficaz hasta la parálisis, arbitrario y propenso a la corrupción más desbocada. Y pretende equilibrar estos defectos con el autoritarismo, y a veces con la represión.
La corrupción es inmanente al Estado y a la burguesía. Precisamente por allí nos recuerda que el capitalismo existe. Sociedad y Estado se condicionan mutuamente. Hay una relación entre la señora de clase media que exige sus dólares subsidiados, el humilde “cuidador” de carros que privatiza un pedazo de calle, el importador con dólares preferenciales que especula, el bachaquero y el burócrata ladrón. Todos son privatizadores de lo público.
¿Qué hacer con el Estado que tenemos? Imposible pasar el suiche, desconectarlo y ya. Al día siguiente nos haría falta para recoger la basura, dar el servicio eléctrico y de agua potable, mantener el orden público, y muchos etcéteras. Tampoco podemos hacer el “semi-cierre”, ese paraíso de los tecnócratas y la burguesía, que es cortarle la influencia económica para dejar la economía en manos de monopolios nacionales y extranjeros, despojarlo de cualquier amago de protección social. En fin, reducir el Estado al papel policial y de sostenedor de servicios que no sean rentables y que no les interesen a los empresarios, mientras sigue transfiriendo a la burguesía la parte sustanciosa de la renta.
Pero una cosa es que tengamos que calárnoslo, por ahora, y otra es que nos guste.
La corrupción y la ineficacia no deberían tener la gran magnitud que tienen. Se podrían controlar con voluntad política. Algo debería hacer Maduro: no tener ministros que sean también presidentes de empresas públicas, jefes del partido y novios de la madrina; dejar de reciclar actores que mal interpretan diferentes roles como en las novelas de TV; eliminar tantos ministerios que no debieron pasar de ser departamentos (¿será por los egos?, ¿es que nadie acepta menos de un ministerio?); enfocar la estructura del Estado en las funciones y centrar las funciones en los problemas; establecer criterios para medir la eficacia (criterios útiles, no criterios mediáticos); rescatar la transparencia y la auditoría popular.
Pretender adelantar un proceso de cambio sin desconfiar del Estado fue un error. Creer que el Estado puede ser el instrumento central para el cambio, una barbaridad. Los cambios salen del pueblo, siempre ha sido así.
Chávez lo intuía a veces: cuando no adscribió las primeras misiones a los ministerios, cuando planteó la Comuna. Quizás cuando distinguió entre propiedad estatal y socialista. Le desesperaba el Estado burocrático, pero no le consiguió solución al problema, y acababa utilizando los mecanismos del mismo Estado para resolverlo. Ese fue quizás su mayor error.

Domingo 3/07/2016. Notitarde, Lectura Tangente