domingo, 31 de mayo de 2015

Mitomanía de oficio

Orlando Zabaleta

Los humanos no podemos vivir sin mitos. Acaso inevitablemente moramos en ellos, y ellos moran en nosotros. Pero hay mitos y mitos. Los que forman y los que deforman. Los que sirven para andar y los que paralizan. Los que esclarecen y los que confunden.
El mito de nuestros indígenas sobre el Dorado buscaba alejar al invasor colonialista. Que el depredador continuara su camino bien lejos. Era un mito creado en defensa propia. Pero los que inventan los controladores de la “opinión pública” son mitos creados en ofensa impropia. En ofensa de la mayoría y en defensa de intereses muy impropios.
Vamos a examinar algunos de los mitos más persistentes en la retórica diaria.

El libre mercado existe
Además de habitar en los libros y en la palabrería de los opinadores, nadie sabe en dónde existe el libre mercado. En realidad desapareció al arrancar el siglo XX. Los monopolios eliminaron la libre competencia, tan estudiada por los economistas decimonónicos. Los economistas posteriores, quizás para no perder el oficio, decidieron no darse por enterados.
Hasta las dos bodegas cercanas a mi casa están cartelizadas. Si una sabe que está vendiendo el café más barato que la otra, inmediatamente sube el precio.
Las transnacionales son las primeras defensoras de la “libertad de mercado”. Porque los grandes monopolios mundiales de la industria petrolera, farmacéutica, automotriz, financiera, no compiten con las industrias nacionales, simplemente las destruyen. La “libertad de comercio” es la libertad para los monopolios.

El capitalismo es sinónimo de democracia
Pregúntenle a Pinochet si eso es verdad. En Chile se hizo  la primera implementación a fondo del neoliberalismo, que no es otra cosa que capitalismo puro, sin controles. Total “libertad de mercado” y nada de democracia.
Históricamente, la democratización no fue una concesión de los gobiernos liberales, sino el resultado de una dura lucha de las organizaciones obreras y populares del mundo. Fue el cartismo, movimiento obrero inglés, el primero que planteó la lucha por el sufragio universal, directo y secreto. Y la socialdemocracia y los sindicatos europeos la continuaron. Capitalismo y democracia son cada día más antagónicos.

La SIP defiende la libertad de expresión
La SIP es la agrupación de los dueños de las grandes cadenas de periódicos, de los monopolios mediáticos. Su conferencia fundadora en 1943 se realizó en La Habana bajo la dictadura de Batista. Participó en golpes de estado en contra de presidentes que no agradaban a los gringos (Arbenz, Allende) y luego cobijó a las dictaduras que surgieron de esos golpes. La inmensa mayoría de los dictadores latinoamericanos han sido buenos amigos de la SIP.
La SIP era el primer enemigo de las organizaciones gremiales de los periodistas, cuando esos gremios funcionaban como tales. Por ello se opuso tercamente a la Ley de Colegialización de los periodistas impulsada por la extinta y combativa AVP.

Estados Unidos es el adalid los derechos humanos
Estados Unidos es el principal violador de los derechos humanos en el mundo.
En Guantánamo, territorio usurpado a Cuba, mantiene una prisión que no tiene ninguna limitación legal ni humanitaria. Presos aislados, torturados, sin derecho a la defensa. Allí ni siquiera se cumple el derecho humano más antiguo y elemental del mundo moderno, el habeas corpus, que obliga a los estados a presentar ante un juez al detenido.
Estados Unidos no es firmante del Estatuto de Roma que creó la Corte Penal Internacional. No acepta su jurisdicción. Tampoco es parte de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, comisión que controla y utiliza descaradamente para sus propios fines.
Cualquier país amigo de los Estados Unidos puede violar los derechos humanos y está protegido por un manto de silencio por parte de la SIP. Vean Colombia, México, Arabia Saudita, Israel, y muchos otros horrorosos etcéteras.

Domingo 31/05/2015. Lectura Tangente, Notitarde

domingo, 24 de mayo de 2015

La burguesía que nos tocó

Orlando Zabaleta

La burguesía venezolana debe ser la más quejumbrosa burguesía del mundo. Varias generaciones hemos pasado la vida escuchando sus lamentos. Mucho llantén y poca producción. Porque no es una burguesía productiva, como, por ejemplo, la francesa. O la brasileña, que también se queja pero al menos produce chips y aviones.
Lo cierto es que la burguesía que nos tocó es difícil de comprender.
La burguesía de comienzos de siglo XX la retrata Matos, dueño del Banco de Venezuela y del Banco Caracas. Es jefe del levantamiento contra Cipriano Castro porque financia la rebelión. Pero la plata la recibió de la New York & Bermudez Co, empresa yanqui que explotaba el campo petrolero de Guanoco y quería un gobierno más comprensivo con sus intereses, o sea, más entreguista.
Matos encarna al burgués de la época. Naturalmente vendepatria si los dólares eran suficientes. Emprendedor y arriesgado con la plata ajena. La burguesía era básicamente banquera y comerciante.
Cuando, al fin, llegó Gómez, el presidente que las transnacionales andaban buscando, la burguesía se metió en el negocio de las concesiones petroleras. Negocio de una cuantía inimaginable para la época.
Desde los 30, las empresas se conformarían en relación a la urbanización de las ciudades y a las necesidades de construcción de los gobiernos principalmente. Y  a la importación, por supuesto.
Cuando llega 1958, los adecos traen un plan. El excluyente programa de AD y Copei pasaba por monopolizar como partidos el poder. Y por reprimir a quien intentara competir con ellos. Pero sí tenían un plan estratégico. La llamada “sustitución de importaciones”.
Se prohibió la importación de muchos artículos y se cargó con altos impuestos la importación de otros. Venezuela se convirtió en un invernadero proteccionista. A la burguesía se le dio créditos a granel, que muchas veces no pagó (así quebraría a la CVF).
Aquí en Valencia, se creó la zona industrial. Se le dotó de servicios y vialidad, y el terreno se vendió a precios risibles a las empresas, a las que se exoneró de impuestos municipales. Ahora sí tendríamos industrias y dejaríamos de importar muchos productos. Pero el invernadero tenía un hueco oculto. Las transnacionales instalaron sus fábricas, pero la “sustitución de importaciones” era ínfima. Ya no importábamos el automóvil entero, lo importábamos por partes (pagadas en dólares) y lo armábamos aquí.
Con todas las ventajas proteccionistas la burguesía no creó una infraestructura productiva. Ni nos ahorró dólares. El producto “nacional” era mucho más caro que el mismo producto en el exterior. El consumidor pagaba el “Made in Venezuela”. Se necesitaba a un socio yanqui hasta para producir clavos. Mientras, la burguesía se quejaba del control de precios y del contrabando desleal.
Luego vino el aumento del precio del petróleo en los 70. La demanda aumentó bárbaramente, pero se cubrió con importaciones, esperando que, algún día, nuestra burguesía la cubriera con producción nacional. Vana espera.
En los ochenta le entró la manía de la globalización y de la apertura. No más invernadero. Quería competir y pedía “libertad” económica. El coro repitiendo ese discurso fue ensordecedor. Exigió y obtuvo la entrega de las prestaciones sociales, la liberación de los precios, la libertad para acceder a los dólares y sacarlos del país. Nada de controles. Pero tampoco se le vio el queso productivo a la tostada. Algunos grupos metidos a globalizados quebraron sus propias empresas: ver la historia del grupo Mendoza y del grupo Newman.
En fin, ni con proteccionismo ni con liberalismo, ni con alta demanda ni con créditos, ni con control ni descontrolados. Recuerdan la canción: “Ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedios”.
Me es muy difícil imaginar un escenario donde la burguesía venezolana logre industrializar al país. Digo, si aún lo está pensando realmente.

Domingo 24/05/2015. Lectura Tangente, Notitarde

domingo, 17 de mayo de 2015

Feliz cumple-siglo, querido rentismo

Orlando Zabaleta

Propongo crear desde ya una comisión para la conmemoración del primer centenario del rentismo petrolero en Venezuela. Que, como dirían los amantes de los lugares comunes, tan magno acontecimiento no debe pasar desapercibido.
Es verdad, no ocurrió que un día nos levantamos y, ¡zas!, ya estábamos cómodamente instalados en el rentismo, que fue un proceso largo y de intensidad variable, pero es necesario asignar una fecha en nuestra historia, aunque sea emblemática, para señalar el nacimiento de tan persistente fenómeno nacional.
Me parece que 1926 es un año adecuado. En ese año el valor de la exportación petrolera sobrepasó por primera vez al de la exportación de nuestros productos tradicionales (cueros, reses, café y  cacao). No hago asunto de honor el año. Historiadores y economistas podrían considerar igualmente al 27 o al 28; fijar uno de esos años como símbolo es precisamente una de las primeras tareas de la comisión.
A finales de los treinta ya nuestra producción agropecuaria estaba apretada, la vieja estructura latifundista mantenía en cepo de hierro las posibilidades de desarrollo del sector. Los gringos y los anglo-holandeses nos pagaban una miseria por el crudo (los impuestos eran ridículos), mientras el estado les otorgaba ventajas extraordinarias (exoneraciones para la exportación y la importación). Algo semejante a lo que hicieron Giusti y los meritocráticos en “apertura petrolera” de los 90.
Como les dijo Gumersindo Torres, ministro de Gómez, a las compañías petroleras en su propia cara: hubiese sido mejor negocio para el país regalarles el petróleo, pero cobrarles los impuestos de exportación y exportación como a cualquier comerciante común y silvestre.
Era, pues, un pago miserable. Pero era plata.
Así entramos al rentismo. Como se ha explicado muchas veces, el precio del petróleo no guarda relación con el trabajo que se invierte para extraerlo. Como no hay petróleo en todas partes, el precio tiene una “sobre ganancia” sobre sus costos de producción. Una ínfima parte de la población, los trabajadores petroleros, producen las entradas económicas para sostener a todo el país.
Como país, vivimos de esa renta y no del trabajo productivo.
Y todos nos beneficiamos de la renta. Todos. No se necesita estar metido en el negocio, ni trabajarle al gobierno. Una Venezuela no petrolera no tendría tantas escuelas, liceos, universidades; ni los servicios públicos tendrían la amplitud que tienen. Ni tampoco los servicios privados. Que la renta es la que mantiene el pulso económico del país.
Nuestra improductiva burguesía ha sido la más beneficiada de la renta petrolera. Por eso hemos tenido y tenemos exitosos banqueros con bancos quebrados. Empresas ineficaces con valor agregado de 1% y ganancia de 500%; industrias cuya producción “nacional” no es posible sin dólares. Nuestra raquítica y siempre quejumbrosa burguesía es la que más ha disfrutado la renta petrolero, casi siempre monopolizándola. Tan acostumbrada está a ese monopolio que lo considera un derecho.
Sólo con Chávez, la otra parte del país, la más pobre y mayoritaria, le vio un poco de queso a la tostada. Las misiones estaban pagando esa deuda social que también es centenaria. Y nada puede ser más justo.
Pero todos tenemos cultura rentista. Nos ha penetrado hasta los huesos. Así que al lado de la burguesía plañidera, tenemos a los que se quejan porque les recortaron “sus” dólares, “su” cuota. Y a los raspacupos, y a los bachaqueros.
A tan porfiado fenómeno nacional, criticado siempre pero nunca derrotado, siempre invicto, es al que proponemos homenajear en su primer centenario.
Sobre todo porque, por re o por fa, es muy difícil creer que el rentismo  tendrá un segundo centenario. Mucho antes de llegar a los doscientos años, o se acaba el rentismo petrolero o se acaba Venezuela.

Domingo 17/05/2015. Lectura Tangente, Notitarde

domingo, 10 de mayo de 2015

Mirándose el ombligo

Orlando Zabaleta

En algún libro de Estadísticas leí en mis años mozos el cuento de un noble francés que atravesaba a Alemania en carruaje (por supuesto, en el siglo XIX, si no ¿quién viajaría en carruaje?). Mientras se detienen en una posada para cambiar los caballos, el noble, turista curioso, interroga al pelirrojo mozo de cuadra: ¿Cómo te llamas, muchacho? Otto, le responde el joven alemán. El francés anota una conclusión en su diario de viajes: “Los alemanes tienen el pelo rojo y se llaman Otto”.
También tuve y tengo una tía que me insistía, comenzaban los años 70, que todo el mundo en Venezuela tenía carro, y me lo probaba contundentemente: “Tu papá y tu mamá tienen carros”, y luego me nombraba uno a uno a mis tíos, de los cuales el único que no tenía carro en esa época era mi tío Ángel. Andaba, creo, cerca de mis 18 años, y sólo faltaba que descubriera a Descartes el dubitativo para que yo me acostumbrara a desconfiar de mis propios ojos. Lo cual, a mi modo de ver, es algo muy sano.
Porque esa generalización apresurada y sin sustento, basada en una percepción limitada, la enfrentamos a diario. El que la sostiene lo hace con el inflexible dogmatismo de un monje, puesto que, claro, “lo vi con mis propios ojos”.
Parece mentira, pero hasta sangre nos ha costado esa debilidad epistemológica. Aquí, luego de una elección, han salido a la calle unos derrotados a drenar su rabia en la vida ajena porque no les cabe en las mientes que la visión de su familia, amigos, compañeros de trabajo y vecinos no fuera la mayoritaria (por supuesto, también salió el que sabía que eran minoría pero igual le daba coraje el despreciado pueblo ignorante que no comparte sus creencias).
Sí, evidentemente es la clase media la que más practica ese dialogismo.
En Venezuela, la clase media debe ser cerca del 18% de la población (creció dos puntos desde el 2002, “por culpa de Chávez”, por supuesto). Pero el que sea solo la quinta parte de la población es algo inconcebible. Para ella. La mayoría puede vivir perfectamente día tras día sin necesidad de salir de su entorno. La urbanización, la escuela de los hijos, el banco, el trabajo, el mol, la tasca, el parque. Claro, también mira a otros entornos, aunque sea a través del vidrio del automóvil, o en corta conversación con el vendedor de frutas.
Pero hay otro factor reforzante del aislamiento además de la reclusión de la vida geográfica-social: los medios de comunicación. En ellos las visiones de los sectores medios dominan en mayoría desproporcionada. En los medios impresos, los escribidores (periodistas y opinadores) son de clase media, lo que no sería malo si pudieran zafarse de las gríngolas. En los audiovisuales, las técnicas de venta y comunicación han sido desarrolladas desde hace décadas para influir sobre el sector medio (que es el que compra y reina en sus estereotipos). En los virtuales, aún la popularización del uso no llega a tanto, y la clase media sigue teniendo una mayoría determinante.
Es fácil, viviendo así, no dejar de creer que lo que creo (creemos) es lo que es.
La clase media, pues, se mira el ombligo y jura que es el Universo.
Por eso está condenada a dolorosos y sorpresivos desencantos. Que, decía Serrat, “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Recuerden cómo entró en shock anafiláctico por meses luego del 13 de abril de 2002.
Ocurre en todas partes del mundo, es verdad. Quizás lo peligroso es que los políticos de Oposición que les funciona el coco se plieguen a ese dictamen. Nunca entendí cómo un Granier y un Ravell, manipulando las creencias de la clase media y azuzándola sin remordimientos, dirigieran durante años a la Oposición ante el silencio de Ramos Allup o de Petkoff, evidentemente políticos más formados y realistas.
Lo alarmante es pretender hacer política con prejuicios y visiones ombligueras.

Domingo, 10/05/2015. Lectura Tangente, Notitarde

domingo, 3 de mayo de 2015

Negros buenos y negros malos

Orlando Zabaleta

La humanidad nació en África, y seguramente los primeros homo sapiens eran negros; me lo imagino viendo a los “primos”, porque no sé de otro primate de piel blanca. La primigenia cohorte de homos sapiens se propagó por Europa y Asia, y no generó ningún problema el que algunos, al aclimatarse, se volvieran de piel negra o amarilla. El problema empezó cuando el mundo se hizo más chiquito y la rama blanca logró dominar el mundo.
El racismo tiene sus vainas. La colonización de América crea el primer negocio de la Globalización, el primero que vincula en un solo triángulo a tres continentes: uno daba esclavos, otro daba materias primas (incluso oro y plata), y el tercero, además de dar baratijas, whisky y armas, y organizar los viajes, se queda con las ganancias.
En las colonias británicas hubo una primera esclavitud blanca. Irlandeses traídos desde el viejo mundo que (engañados o forzados) firmaban un contrato de trabajo, que luego descubrirían casi eterno. Trabajarían noche y día por un salario que apenas cubría los gastos de “mantenimiento”, y con el pequeño sobrante durarían décadas para pagar la deuda contraída por el costo del viaje al Nuevo Mundo. La única alternativa era la fuga.
Pero la esclavitud africana resultó más provechosa que la esclavitud blanca y acabó siendo la dominante (era más fácil descubrir a un africano fugitivo que a un irlandés fugado). La esclavitud se pintó de color negro.
El europeo ya sabía de su superioridad sobre los otros pueblos. Pero ahora se trataba de convivencia diaria; a fin de cuentas, Hegel dixit, el amo depende más del esclavo que el esclavo del amo. Se construyó, pues, una ideología para justificar el negocio: definitivamente los negros eran inferiores, llevaban la inferioridad en su esencia, en su sangre.
Así los descendientes blancos de los negros africanos declararon inferiores a los descendientes negros de los mismos negros africanos.
En el Gran Coloso del Norte, la admirada Metrópolis, hizo falta una larga guerra civil en el siglo XIX para acabar con la esclavitud, que no con el racismo.
El reconocimiento de los derechos civiles de los negros tardó un siglo más, Klu Klu Klan incluido. Un primero de diciembre de 1955, una mujer negra se negó a cederle el puesto en el autobús a un hombre blanco. La mujer estaba no sólo desobedeciendo una tradición, sino violando una ley de la ciudad, así que fue arrestada. El hecho arrancó la lucha por los derechos civiles en EEUU por una década, lucha que logró al menos eliminar las leyes abiertamente racistas.
Pero todo el mundo sabe que el racismo continúa vivito y coleando en la Metrópolis. Se muestra en los altos índices de desempleo y los bajos niveles de escolaridad entre los negros. Pero últimamente se hace más evidente en los asesinatos de jóvenes negros en las calles a manos de policías que igualan negro pobre con delincuente peligroso. No han enterrado a las víctimas cuando ya los Comités de investigación declaran inocente a los policías implicados. El último crimen generó los disturbios de Baltimore.
En el Norte, los niveles de empleo a nivel nacional no han alcanzado los que tenían en el 2007. Pero en los barrios negros la situación es más grave, y hay ciudades como Baltimore donde no existe ni un ramalazo de futuro para el negro pobre. La ciudad se está despoblando desde los 50, cuando casi alcanzó el millón de habitantes, y desde los noventa compite con Detroit en la pérdida acelerada de población. 23 % de los 600.000 habitantes está debajo del nivel de pobreza. La policía se acostumbró a arrestar a los negros pobres por cualquier nimiedad, amparándose en una difusa “causa probable”.
Las autoridades de la ciudad y del estado son negras, así como la policía que se encarga de los barrios negros. Ah, y también el presidente de la Nación. Pero son negros buena gente, obedientes, como los esclavos que tanto querían a la protagonista de “Lo que el viento se llevó”, negros domésticos o domesticados, a los que los activistas negros de los 60 llamaban con desprecio “Tío Tom”. El obsequioso presidente que tan bien cumple las órdenes del Pentágono y envía soldados, aviones y drones a donde le digan, y obedece a las transnacionales y a sus lobbies, es de los negros buenos. Es un Tío Tom.
Los negros malos son los rebeldes insumisos. Ya Obama, en la primera noche, los declaró criminales. Podrá haber muertos, pero ni un solo cristal de una tienda debe ser roto. La policía y la guardia tienen campo libre para la represión, otorgado por la flamante democracia yanqui.

Domingo 03/05/2015. Lectura Tangente, Notitarde