1. Derecha e Izquierda

Sartre dijo una vez que la diferencia entre la Derecha y la Izquierda era que la Derecha administra lo que existe y la Izquierda administra lo que no existe. A primera vista eso de “administrar lo que no existe” podría parecer más poético que eficaz como concepto diferenciador (y poco efectivo como práctica política). Pero si lo pensamos un poco veremos que no es así.
Porque, en efecto, mientras la Derecha existe para mantener el “estatus quo”, la Izquierda está obligada a soñar un mundo que no existe, el futuro, y “administrarlo” significa procurar que ese mundo del porvenir sea posible y llegue a existir a partir de “lo que es”. La Izquierda, en la medida en que olvida su función esencial, la función que la fundamenta y le da sentido, y acaba administrando lo existente, en lo cual por supuesto está inevitablemente envuelta, olvidándose del futuro, deja de ser Izquierda.
En ese sentido, siempre hubo y siempre habrá Derecha e Izquierda (aunque sólo desde la Revolución francesa se llamen de esa manera), porque siempre estarán los que quieran conservar el mundo existente (precisamente por eso se les llama conservadores), y siempre se necesitarán nuevos mundos para sustituir al viejo, mundos nuevos que, a su tiempo, irrevocablemente envejecerán.
Cuando la Derecha, a partir de su gran y muy exitosa ofensiva de los noventa, propagó la especie de que ya no había Derecha e Izquierda (que esa diferenciación se había vuelto arcaica), no sólo pretendía borrar a la Izquierda (ya bastante desvanecida en esa época), y dar por sentado que el triunfante orden capitalista establecido era y sería por siempre y para siempre el único orden posible de la humanidad (la Historia se había acabado y un mundo de justicia era un sueño obsoleto, un “relato” más). Lo novedoso no era que la Derecha negara a la Izquierda (llevaba casi dos siglos haciéndolo); lo novedoso era que la Derecha negara a la Derecha. La Derecha, pues, pretendía más que negar a su adversario: al negarse también a sí misma, al negar su propia existencia como Derecha, procuraba ocultarse, hacerse invisible, así le sería más fácil administrar el mundo.
Actuaba la Derecha como los integrantes de la Segunda Fundación, los “sicohistoriadores” de la clásica saga de ciencia ficción de Isaac Asimov, quienes a través de una complicada maquinación convencen a toda la Galaxia de que ellos eran un mito, que la Segunda Fundación no existía, porque en la medida en que la humanidad ignorara su existencia, ellos, los hombres de la Segunda Fundación, podrían continuar, ocultos, asegurándose de que el Plan Seldon, que debía regir el desarrollo histórico de la Galaxia, se cumpliera por los siglos de los siglos.
Hasta se puso de moda, en los noventa, recordar con pretensión argumentativa que los nombres de esa división política, Derecha e Izquierda, obedecían al hecho, innegablemente fortuito, de que en la Asamblea Nacional francesa que surgió a raíz de la revolución, allá al final del siglo XVIII, a la derecha se sentaban los conservadores, mientras los radicales se sentaban a la izquierda. Era ridículo, por supuesto, utilizar un argumento “etimológico” para imponer la idea de la desaparición de una distinción político-social que tenía dos siglos de existencia y actuación. Algo así como pedir la eliminación de los liceos porque el vocablo “liceo” viene de “lobo”.
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En Venezuela, la palabra “Izquierda” adquirió sentido nacional al regreso de los exiliados políticos, tras la muerte de Gómez, en 1936.
El término más usado hasta entonces había sido el de “revolucionario”, pero este término no tenía en aquella época la carga social a la cual se asociaría más tarde. Durante las guerras civiles, nombre un tanto pomposo con el cual los historiadores se refieren a esas disputas caudillistas que dominaron las últimas décadas del siglo XIX venezolano, “revolucionario” era simplemente quien se alzaba contra el gobierno. Y estos alzamientos eran muy habituales, porque, como dijera Guzmán Blanco, “Venezuela es un cuero seco, que se pisa por un lado y se levanta por el otro”.[1]
En la época del Benemérito, bastaba con que algún general, o gobernador de estado del régimen, se levantara contra el gobierno para que pasara inmediatamente al campo “revolucionario”. No importaba si el personaje en cuestión, ahora alzado, hubiese sido de los que acompañaran a Gómez cuando el golpe contra Castro, y hubiese fungido de leal servidor del Benemérito durante décadas.
El eje político fundamental no era económico ni social ni ideológico. Era el gobierno. De allí, seguramente, el dicho de “un tiro pal el gobierno y un tiro pa’ la revolución”.
Muchos de los estudiantes del 28, al principio ingenuos, participaron antes de salir al destierro en una oscura intentona de sublevación militar, en la que seguramente estarían comprometidos funcionarios del gobierno gomecista. Ya en el exilio, el contacto de los estudiantes con los viejos exiliados fue inmediato, entre los “revolucionarios” del exterior estaban además de ex gomecistas, los viejos caudillos desplazados y los herederos de algunas de las porciones del viejo “liberalismo” decimonónico.
Los muchachos en el exilio evolucionaron hacia la izquierda, pronto se separaron de las viejas figuras meramente antigomecistas, atrapados por la idea de que Gómez no era la explicación de sí mismo, Gómez era la expresión de un atraso estructural del país. El marxismo era en aquel entonces la teoría social dominante entre los sectores avanzados que emergían en los países de la periferia capitalista. A diferencia de, por ejemplo, Argentina, el nacionalismo de derecha no era fuerte en Venezuela, por su atraso económico-social y porque la integración nacional, en gran parte obra del petróleo, estaba aún muy reciente. Así, los muchachos exiliados que regresaron en el año 36, ya no tan “muchachos”, apenas muerto Gómez, estaban influidos por el marxismo.
Muy pobremente influidos, hay que agregar. En esa época la literatura marxista no era muy fácil de conseguir ni en el Caribe ni en Colombia, que fueron sus lugares preferidos de exilio. Pero sobre todo porque la Tercera Internacional, cuyo análisis nos englobaba con la etiqueta de “países neocoloniales”, ya había producido esa burda simplificación del marxismo, más o menos escolástica, que se llamó estalinismo. Así que tuvieron que conformarse con unos pocos libros y algunos folletos, la mayoría de una simplicidad pasmosa.
Llamarse “de izquierda”, pues, pasó a ser más significativo que llamarse “revolucionario”. Así que todos se proclamaban de izquierda. Desde Rómulo Betancourt, por supuesto, hasta Jóvito Villalba, y los que más tarde formarían el PCV. Un poco revueltos y transitoriamente conformarían o intentaron conformar los primeros partidos modernos que aparecieron en Venezuela: ORVE (Organización Venezuela), ARDI (Agrupación Revolucionaria de Izquierda). Hasta que los otrora dirigentes juveniles se descantan en los partidos que serían históricos en Venezuela durante la segunda mitad del siglo XX: Acción Democrática, PCV y URD.
En el clima de movilización popular que siguió a la muerte de Gómez, la ubicación política seguía siendo simple: la Izquierda era la Oposición y la Derecha el gobierno post-gomecista. Pero ahora ello no obedecía a que el eje definitorio y exclusivo en política fuera el gobierno, sino a que la “oposición” se había armado de un programa político-social que expresaba viejas aspiraciones que habían empezado a cristalizar en el país, la “oposición” explícitamente aspiraba a representar a determinados sectores sociales venezolanos (los trabajadores, los campesinos, etc.).
López Contreras supo moverse políticamente, intuyó que la situación no tenía salida por la vía meramente represiva, y que no se podía gobernar sin tomar en cuenta a los sectores sociales que habían emergido luego de que, por más de una década, el petróleo le cambiara la cara a Venezuela. Por un lado utilizó el movimiento popular como justificación para deshacerse del atrasado gomenato tradicional que quería disputarle la herencia del Benemérito. Por el otro, frente a los requerimientos populares al arrancar el año 36, prometió apertura democrática y el establecimiento y respeto de muchos derechos. Pero cuando el movimiento popular perdió impulso a finales de ese mismo año (ese fue el año de la huelga petrolera), echó al olvido sus promesas iniciales y arrancó la represión contra los líderes políticos de Izquierda, que tuvieron que volver al exilio.
Hubo un movimiento, que luego se convertiría en partido, que sí se situó explícitamente en la Derecha. Fue un sector de jóvenes estudiantes liderizado por Caldera que divide a la combativa y opositora Federación de Estudiantes de Venezuela, la FEV. La división la realizan explícitamente bajo la bandera del anticomunismo, eran admiradores del falangismo español, y para apoyar al gobierno de López. El mismo día en que los estudiantes de la derecha dividen el movimiento estudiantil y montan tienda aparte, el joven Caldera visita en Palacio al presidente.
López Contreras sabe que el país está despierto. Los tiempos son otros, muy distintos a aquellos en los cuales Gómez gobernaba al país como una hacienda. Al final, el gobierno se ve obligado a hacer un partido, o al menos a intentar hacerlo.
En el sector cercano a Medina, se desarrolla una corriente que pretende ir más adelante que López. En verdad, el país no podía quedarse a medio camino. Es la llamada “ala luminosa” del medinismo, cuyo más connotado representante sería Arturo Uslar Pietri.
A nadie se le ocurrirá acusar a Uslar de izquierdista. En efecto, es una derecha moderna la que allí emergió. O con más precisión: una derecha modernizante. Sabe que “administrar lo que existe” significa adaptarlo a los tiempos. Tiene un programa que podríamos llamar genéricamente desarrollista con ciertos elementos nacionalistas.
El PCV, entrampado en la lógica del etapismo que impuso el estalinismo, no dudó en creer haber encontrado a la “burguesía nacional” en esta ala medinista. Se estaría, siguiendo esa lógica del etapismo, en la etapa de la revolución burguesa, la burguesía nacional adelantaría así la democratización política, la lucha contra el latifundio, la industrialización y el rescate de los derechos soberanos sobre las riquezas naturales del país. Desde esta óptica, al PCV sólo le quedaba apoyar a la “burguesía nacional” en su lucha contra los terratenientes feudales, los autócratas y los intereses extranjeros.
Por ello ayudan a Medina a conformar su partido. Y hasta hubo el comunista que quiere ir más allá, o era más consecuente con la teoría de las etapas, y propone entrar a formar parte del partido medinista. Sus camaradas no le apreciaron su consecuencia y lo llamaron, sin mucho debate sustantivo, “liquidacionista”, porque el partido sí había aprendido perfectamente del marxismo de la III Internacional que las diferencias se resuelven con etiquetas.
Era la época de la Segunda Guerra Mundial, y tras la invasión nazi a la URSS en 1941, la guerra asume el carácter de lucha contra el fascismo. Y, Medina, al apoyar a los Aliados (Los Estados Unidos, Inglaterra y la URSS), estaba, pues, luchando contra el fascismo. La situación internacional alimentó aún más la postura pro gobierno del PCV.
Y los adecos supieron aprovecharla. Al contrario del PCV, hacían fuerte oposición a Medina. Y no dejaron de plantear las reivindicaciones populares de las nacientes organizaciones obreras y campesinas. Cierto, también utilizaron trampas indignas, como cuando sapean públicamente a los dirigentes sindicales comunistas, y el gobierno de Medina se vio obligado, a su pesar, a disolver los sindicatos con dirigentes comunistas. Aún estaba en vigor el Inciso VI de la Constitución, un legado del lopecismo, que prohibía expresamente la ideología comunista. Y ante el sapeo público de los adecos, el gobierno se vio forzado a intervenir y disolver los sindicatos cuyos dirigentes se habían declarado comunistas.
Pero no sobreestimemos los efectos de las fullerías de Betancourt, la fuerza popular de AD, fuerza real que se haría presente durante la segunda mitad del siglo XX, comienza con esas posturas reivindicativas que no se adormecieron ante el medinismo. AD iba en el camino de convertirse en “el partido del pueblo”.
Los comunistas, evidentemente, no se habían leído bien a Lenin. Ni siquiera al de las Tesis de Abril (1917), donde Lenin les dice a sus camaradas bolcheviques que la revolución democrática ya se había dado en el breve lapso entre febrero, cuando cayó el zarismo, y abril, cuando regresó Lenin a Rusia. Sí, respondía Lenin, cuando le venían con esta primera versión del etapismo, ya se dio la revolución burguesa en estos dos meses, por eso no podemos apoyar al gobierno democrático burgués que ha sustituido al zarismo.
También desconocían, porque Stalin lo había silenciado, la tragedia de la primera dirección comunista china, que fue empujada por la dirección bolchevique a la colaboración con el nacionalismo burgués, incluso hasta el punto de entrar en el partido nacionalista burgués del Koumintang, y un mal día, los compañeros burgueses del Koumintang amanecieron reprimiendo y matando a los comunistas, a los obreros y a los dirigentes sindicales.[2]
La vía lenta, evolucionista, del “ala luminosa” del medinismo no tuvo tiempo para demostrar si realmente podía o no alcanzar sus objetivos de modernizar al país sin sobresaltos, como se lamentará posteriormente Uslar (y será el “hubiera sido” de los analistas de derecha anti AD por décadas). Se dio lo que los adecos acostumbraban a llamar ampulosamente la “Revolución de Octubre” venezolana[3].
Mientras la izquierda y el mundo político estaban obnubilados por las diferencias entre el lopecismo y el medinismo (temiendo un golpe de la derecha lopecista contra Medina), otras fuerzas habían emergido. Un grupo de jóvenes militares que tenía buena parte del control operativo del Ejército estaba listo para dar un golpe de Estado. Las Fuerzas Armadas venezolanas habían avanzado mucho en el trascurso de la primera mitad del siglo XX, desde las montoneras andinas más o menos organizadas, Gómez, ingresos petroleros mediante, construyó un ejército regular, equipado y permanente (fenómeno nuevo en la historia del país). El mismo López Contreras, aunque viejo andino, sería la consecuencia y expresión de ese desarrollo del sector militar, que lo contrapone a los viejos generales del gomenato. Y el general Medina sería el extremo hasta el cual llegaría la fuerza armada en esa primera etapa de su evolución.
La nueva generación de coroneles, Pérez Jiménez y Llovera Páez, orgullosos de sus cursos en el extranjero y reiterativos en reclamar su “profesionalismo” (palabra que Pérez Jiménez repetirá siempre hasta el cansancio), quiere marcar su impronta.
Necesitan un aliado civil, y la ambición desmedida de Rómulo Betancourt les da el apoyo de AD. Era una aventura que Rómulo Betancourt no pudo rechazar.
Derecha e Izquierda están mezcladas, juntas pero no revueltas, en el nuevo gobierno “revolucionario”: Pérez Jiménez, Llovera Páez, Betancourt, Carnevalli; hermanados se llaman unos a otros “revolucionarios”, se intercambian loas mutuas[4], antes de escindirse en perseguidores y perseguidos.
El Trienio adeco (1945-48) no pasó de ser otro intento de modernización. No en balde, como bien dijera Ramón J. Velásquez, Venezuela sólo entró en el siglo XX a la muerte de Gómez (1935), y ponerse al día era de elemental urgencia.
Lo más novedoso, con respecto a lo alcanzado o propuesto por Medina, fue el sufragio universal, directo y secreto. Lo demás ya estaba en el programa medinista, como los amagos de reforma agraria y las promesas de industrialización.
La política petrolera del gobierno adeco se quedó igual a la de su antecesor para mantener las buenas relaciones con las transnacionales y el gobierno norteamericano. Algo muy sorprendente si nos atenemos a las feroces críticas que en esa importante materia AD, cuando estaba en la oposición, hacía a Medina, a quien le debemos la primera Ley de Hidrocarburos. Tan sorprendente fue este súbito ablandamiento de los adecos en materia petrolera que Max Thornbourg, antiguo asesor del Departamento de Estado, le preguntó a Pérez Alfonzo, ahora ministro, sobre esta diferencia entre AD en la oposición y AD en el gobierno, y el ministro le contestó que ambos (Betancourt y Pérez Alfonzo) “podían ver mejor ahora desde la cima de la montaña”[5].
El otro aspecto novedoso fue el rápido desarrollo del movimiento sindical, las organizaciones sindicales, obreras y campesinas, se multiplicaron, auspiciadas por AD y su gobierno, que acentuaría su política de monopolizar el movimiento sindical. A diferencia de los otros países sudamericanos (Argentina, Colombia, Bolivia, Chile), donde los trabajadores fundaron sus organizaciones en las fuertes luchas contra la represión del Estado, el movimiento sindical venezolano nacería, para su bien y para su mal, con auspicio y ayuda del gobierno.
El intento de asumir el papel rector del Estado en materia educativa, tarea modernizadora que ya había sido realizada por el México de Cárdenas, para no mencionar a otras latitudes más lejanas ni a países desarrollados, tropezó con la dura y bulliciosa oposición de los dueños de los colegios privados, de la Iglesia y de COPEI. Y, Rómulo Gallegos, que era el presidente, la echa para atrás. La oposición al decreto 321 sobre la materia educativa es manejada por una derecha conformada por la empresa privada, los curas y COPEI, que logran echar a la calle a la clase media de la época, siempre manipulable, con el viejo cuento del peligro comunista (fue el primer precedente de la consigna posterior de “con mis hijos no te metas”).
Aunque los cambios del gobierno adeco no ponían en peligro la estructura social, en todo caso, nuestra burguesía no estaba acostumbrada a tanta bulla popular, a sindicatos, organizaciones populares. La burguesía venezolana, aunque bien entrada en el siglo XX, mantenía un pie en el XIX. Y los mismos socios militares, los mismos que montaron a última hora en el autobús del golpe a los adecos, decidieron que había llegado el momento de bajarlos.
Además, entre 1945 y 1948, ya finalizada la guerra, el mundo pasa rápidamente de la victoria de la Gran Alianza Antifascista a la Guerra Fría. Los Estados Unidos ya no necesitan a la URSS para derrotar al Eje Tokio-Berlín. Y en América Latina, patio trasero del Imperio yanqui, llega la amarga hora de las dictaduras.
Sería la Izquierda, el PCV y la Izquierda de AD, la que llevaría mayoritariamente sobre sus hombros la durísima lucha contra la dictadura, al principio blanda y luego feroz, de Pérez Jiménez, que iría aumentando su carácter represivo año tras año. En AD, la vieja guardia, los líderes históricos, están en el exilio. Un grupo no betancourista, bautizado durante el trienio adeco como el Grupo Ars, también aportará valientemente su cuota de sacrificio en la lucha contra la dictadura.
La Derecha sostiene y mantiene al general, que manda en nombre de las Fuerzas Armadas. La burguesía, Eugenio Mendoza a la cabeza, hace buenos negocios con el Estado, cuyos afanes de obras son proveídos por los negocios de materiales de construcción de Mendoza. Y las relaciones de la dictadura con el Imperio y sus compañías son inmejorables, rubricadas en las nuevas concesiones petroleras que les entrega Pérez Jiménez y expresadas en la alta condecoración gringa, la “Legion of Merit”, con la que los yanquis homenajean al dictador.
Sólo al final, a partir del 56, Pérez Jiménez va a ir perdiendo ese soporte de los poderes. Dentro de las FFAA empieza a debilitarse el apoyo. Estados Unidos entiende que el régimen debe ser sustituido y le molesta el arrebato independiente de Pérez Jiménez de adelantar autónomamente el proyecto siderúrgico en lugar de entregárselo a las transnacionales. Es la misma Derecha que durante años lo había sostenido, la derecha militar, económica, política e internacional, la que ahora conspira, o aprueba la conspiración, durante el último año de la dictadura.
Sin el apoyo de esos poderes, mientras el pueblo se batía en las calles, al empezar el año 58, Pérez Jiménez tiene que decidir si continúa una guerra que se estaba volviendo más abierta día tras día. Cuenta con batallones fieles, pero también hay fuerzas militares que pretenden desplazarlo, y el general, en su paranoia, mantiene sin municiones a muchos sectores militares. En esta nueva fase de la guerra interna, por primera vez en diez años, las víctimas no van a estar solo en el lado de sus enemigos, existe el riesgo cierto que esta vez la camarilla perejimenista tenga que pagar su cuota de sangre. Su compadre y conmilitón, el general Llovera Páez, le ayuda a tomar la decisión: “Vámonos, compadre, que los cuellos no crecen”, le dice mientras se agarra su propio cuello con las manos.
La Derecha conspiradora ya tiene lista su Junta Militar. Pretende un recambio más o menos simple. La típica política gatopardiana. Pero en las horas posteriores a la huida de Pérez Jiménez, el movimiento popular va tomando las calles y adquiriendo una fuerza impresionante. El pueblo asalta las sedes de la odiada Seguridad Nacional y las prefecturas: es el pueblo el que libera a los presos y el que mantiene el orden en las calles. El Estado está paralizado y con signos de desintegración. El recambio no será tan fácil como lo pretendía la Derecha.
La Izquierda, que ha estado luchando durante toda la década, y que está en la calle con el pueblo, está políticamente desorientada. Nunca discutió qué haría el día que cayera la dictadura. La Junta Patriótica se va al Aula Magna de la UCV, en lugar de ir a Miraflores, alega que no quiere ningún cargo en el nuevo gobierno.
La Junta Militar que ha asumido el poder tiene en su seno a dos connotados perejimenistas. Incluso a un coronel que ha sido el mismo que enfrentó el levantamiento del coronel Trejo apenas veinte días antes. Los otros militares de esa junta también habían sido fichas de Pérez Jiménez, pero no habían sido tan públicamente destacados en la labor de defensa del régimen.
El pueblo en la calle exige la salida de la Junta de los más conspicuos perejimenistas. La consigna es “Civiles a la Junta”. Una consigna equivocada por ambigua de parte de la Izquierda, que está al frente del movimiento popular.
Y se hace inmediatamente evidente lo errado de la consigna, porque los civiles que van a la Junta, para calmar al pueblo, serían Eugenio Mendoza y Blas Lamberti, un empleado de Mendoza.
La Junta, ahora cívica-militar, ha sido completada con elementos de la burguesía.
La Izquierda, en la calle con el pueblo, en el auge de la movilización popular, no logrará ubicarse políticamente, y permitirá la recomposición del poder de la Derecha. No logrará que la fuerza de la calle se imponga o al menos que arranque concesiones reales al poder que se estaba reconstituyendo.
La Derecha logra barajar la borrasca del año 58, porque la calle no acierta a convertir su fuerza en poder. La Izquierda, sin saberlo, le sigue el juego a la Derecha para hacer que la “transitoriedad” sea lo más corta posible, por eso todos, Derecha e Izquierda, coinciden en la necesidad de realizar elecciones lo más rápidamente posible, ese mismo año. Ese es uno de los reclamos más importantes del Partido Comunista en aquellos momentos.
La Derecha sabe que el Poder constituido debía constituirse rápidamente, antes de que el pueblo se percatara de que él era el Poder constituyente.
Poco más de un año después, la Izquierda sentirá el remordimiento por su actuación del 58. Sentirá que perdió una oportunidad al recordarse en la cúspide de esa inmensa ola de masa popular. En parte, pero solo en parte, ese sentimiento explica su posterior radicalismo en los años 60. Con el radicalismo de los 60 pretendía purgar la culpa de su pasividad y falta de previsión del 58.
El que la Izquierda añorara la pérdida de esa oportunidad no significa que realmente haya sido posible que tomara el poder. En realidad no tenía ni la organización mínima ni el arrastre propio que permitiera darle una chance creíble. Pero si no el poder, la Izquierda, en medio de la efervescencia popular, pudo haber generado acontecimientos que permitieran alcanzar otra correlación de fuerzas más beneficiosa para el movimiento popular, de forma que en la siguiente etapa no le fuera tan fácil a la Derecha desechar las promesas y esperanzas del 58 y reprimir al pueblo.
La Derecha sí estaba clara. Cuando Betancourt regresa en el 58, ya ha evolucionado mucho en el exilio. Ha cultivado sus relaciones con el Partido Demócrata gringo, con el Sindicalismo norteamericano (la AFL-CIO), y las ha profundizado con Rockefeller, su viejo conocido. Les vende a sus amigos del Norte la idea de que una democracia burguesa es más estable y más provechosa para los intereses de los EEUU que las dictaduras que los gringos han estado prohijando sin remordimientos en América Latina.
También debe vender esa idea en Venezuela. Cuando regresa Betancourt no va a los barrios ni asiste a las manifestaciones populares, va en gira por todo el país a hablar en las Cámaras de Comercio. Debe explicarle el modelo democrático representativo a la burguesía atrasada que tumbó al gobierno adeco en el 48. Debe, de paso, despojarse aquí, ya lo hizo en el Norte, de su imagen de “comunista”, aquel “sarampión” juvenil que padeció.
Y estaba claro. La transitoriedad debe ser corta, la permanencia del pueblo en las calles, el bochinche, debe acabarse rápidamente. Y la Junta Patriótica, con cuya formación Betancourt nunca estuvo de acuerdo (por la presencia de los comunistas), debe ser aislada, el poder político debe centrarse en los partidos firmantes del Pacto de Punto Fijo. Betancourt viene, pues, a traer la calma.
La Derecha, y ya Betancourt sabe que es un hombre de Derecha, teme que esa permanente presencia popular vaya aumentando la conciencia del pueblo en su propia fuerza, en su propia participación. Y que el modelo de Democracia Representativa[6], donde los intereses de la burguesía y del Imperio estarán seguros, se haga más difícil de imponer.
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En América Latina es la revolución cubana la que realmente le da al término “revolucionario” el contenido social, de cambio de estructura, de Izquierda. Después de ella, sería muy difícil que se le pusiera el cognomento de “revolucionario” a, pongamos por caso, alguien como Pinochet.
Pero los términos políticos siguen siendo cambiantes y muy relativos a las situaciones concretas. Los más reaccionarios norteamericanos llaman “liberales” a los más avanzados. Un hombre como Chomsky es llamado “liberal”, con un dejo de desprecio por parte de los sectores más reaccionarios del sistema político norteamericano. Mientras en América Latina, con más clara visión, el liberalismo en los noventa se asoció con el movimiento conservador. Y en la crisis de la URSS, al finalizar los ochenta, la prensa internacional se daba el lujo de llamar “revolucionario” a un tipo como Yelsin, costumbre que continuará con las “revoluciones de colores” subsiguientes. Pero eso era parte de la inversión terminológica que usó y caracterizó el avance conservador de los noventa.
En Europa occidental el término “izquierda” es más nebuloso, y ello se explica por la historia de la socialdemocracia europea (muy marxista durante el final del siglo XIX y comienzos del XX, y estatista durante la época del “Estado de bienestar”); para luego del avance neoliberal de los 80-90 redescubrirse muy pro-mercado. Así que en Europa cualquiera que pretenda que el Estado asuma su carga, aunque sea mínima, de servicios sociales es de “izquierda”. Las mismas agencias de prensa internacionales así lo asumen.
Pero en Venezuela, y desde aquí hablamos, el término adquirió un sentido anticapitalista que ni siquiera pudo borrar la insistencia de algunos dirigentes adecos durante su etapa de oro en recordar que ellos, los adecos, eran de izquierda (porque la derecha era Copei). Aún hoy a Ramos Allup le encanta tirarle el cognomento de “derecha” a sus aliados lechuginos y a los dueños de los medios metidos a políticos. Tampoco pudieron borrar el sentido (más o menos anticapitalista, más o menos popular) del término Izquierda ni el suicidio de la Izquierda en los ochenta ni la ruidosa estampida de izquierdosos hacia las mieles del libre mercado que ocurrió en los noventa. Así que el término, declarado muerto en los noventa, volvió a resurgir, como postura anticapitalista, en el siglo XXI. En el Socialismo del siglo XXI. Las palabras tienen su propia vida.




[1]    Como asentara el coronel Aureliano Buendía, “La única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho”. En Colombia se mantienen las formas aunque se pierda el contenido.
Pero en Venezuela, la contraposición conservador-liberal se va desvaneciendo después de la Guerra Federal. Nadie se asume conservador, aunque lo sea (es una escenario comparable con la situación post 58, cuando nadie quería asumirse de Derecha). Al final del siglo XIX, los levantamientos siempre son de fracciones “liberales” o que se reclaman como tales. El endeble Estado venezolano es el trofeo por el que luchan caudillos terratenientes cuya única diferencia programática es quién tiene la jefatura.
[2]    No queremos decir que Lenin tuviese la “fórmula” para enfrentar esa particular situación política, sino que el estalinismo ya había sustituido un debate complejo, complejísimo (la actuación de los socialistas en los procesos de cambio de los países de la periferia capitalista), por una cómoda e interesada “teoría” para los países atrasados que obstaculizaba cualquier intento de entender el país en cuestión. Y que la idea del etapismo, como una etapa “histórica” en la cual las burguesías resolvían las tareas incumplidas históricamente, no podía estar en la cabeza de Lenin, cuando opina que en apenas dos meses la “etapa” ya está agotada.
[3]    La historia del gobierno de Medina tendría así, por razones políticas, una “leyenda dorada” y una “leyenda negra”. La “negra, por supuesto, la lanzan los adecos, para justificar el pomposo nombre que le dieron al golpe de estado: “Revolución de Octubre”. La “dorada” la pregonan los comunistas (y los conservadores antiadecos), para justificar su apoyo incondicional al gobierno de Medina.
[4]    El periódico de AD, El País, insiste en la humildad del “juvenil y jovial” mayor Pérez Jiménez (Moisés Moleiro: El Partido del Pueblo, pp.106-107).
[5]    Oscar Battaglini: El Medinismo, p. 169.
[6]    Modelo especialmente restringido en el caso venezolano: más representativo que democrático, los derechos políticos prácticamente limitados al derecho al voto, y con un pavoroso desprecio por los derechos humanos más elementales.

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