En el subcontinente ha habido un profundo giro hacia la
Izquierda que concluyó el aparentemente imbatible dominio del neoliberalismo en
los noventa. Gobiernos de Izquierda, como los de Ecuador y Bolivia, apuntan
hacia una vía que trascienda el capitalismo. Otros, como el gobierno
centroizquierdista de PT de Lula o el Nacionalismo de Izquierda de los Kirchner,
detienen al neoliberalismo y articulan una política de fuerte acento social.
El neoliberalismo también tuvo otro tropiezo, aunque en
circunstancias muy distintas a las latinoamericanas, con la profunda crisis
financiera norteamericana que arrancó en el 2008, que se convirtió rápidamente en
una crisis económica mundial y cuyos efectos no han sido aún superados totalmente
por el capitalismo internacional.
En Venezuela, los cambios no sólo sacaron del poder a los
viejos amos del sistema político, AD y COPEI, cuya crisis se venía arrastrando
desde finales de los 80. También descolocaron al poder económico, a Fedecámaras,
que intentaba ganar, por primera vez en la historia republicana, protagonismo
político público. Y un movimiento popular se ha hecho presente, combatiendo
palmo a palmo, dando acelerados pasos de organización y de aumento de conciencia.
El proceso revolucionario venezolano no fue adelantado por
la Izquierda, que había entrado en estado de coma desde los noventa, por no
decir que estaba muerta, mientras a su alrededor se desarrollaba la crisis
política y social del vetusto sistema político venezolano y asistíamos a un
aumento continuo de las luchas sociales. A partir de la radicalización del chavismo,
sobre todo después del 2002, las posturas iniciales anti-neoliberales y de
reforma social del movimiento bolivariano se van enfilando más hacia la
Izquierda y acaban definiendo como objetivo al socialismo. La Izquierda vuelve
a recomponerse.
Lo sorprendente es que, después de todos estos
acontecimientos, de drásticos saltos, de muerte y resurrección, la ahora
renacida Izquierda venezolana no sienta necesidad de una teoría sobre lo que ha
vivido y está viviendo, y menos sobre lo que podría vivir en el futuro.
Algunos, los más tradicionalmente “radicales”, repiten
viejas frases que sólo persiguen dar cuenta de su genealogía izquierdista. Pero
las frases, repetición del vocabulario usado hasta principios de los ochenta,
no sólo no tienen poder explicativo, sino que ni siquiera son descriptivas. Porque, y este es el quid del asunto,
están en contradicción con la práctica y con los desarrollos políticos reales.
Para decirlo en forma más ilustrativa: alguien critica al
“reformismo” o llama “reformista” a otro sector de la izquierda. Pero, ¿cómo
entender esa palabra? En el viejo código de la Izquierda tenía el sentido de
contraponerse a los que adelantaban reformas del sistema y elegían la vía
electoral como prioritaria. Pero toda la Izquierda está asumiendo la importancia
de las batallas electorales, y sabe que innegablemente la burguesía venezolana
ha tenido fuertes derrotas políticas en ese terreno. Y el proceso de cambios ha
avanzado a través de sucesivas “reformas”, desde la Asamblea Constituyente.
Es, pues, evidente, que lo que ha ocurrido ha trastocado
totalmente gran parte del viejo discurso, así que llama la atención la
persistencia de su uso.
No puede ser que las alternativas sean: o el uso de nociones
difusas, incoherentes y cambiantes que responden acríticamente al inmediatismo
del discurso político, o la resurrección de las viejas etiquetas, también
usadas en forma incoherente. En el primer caso se crea, con intención o sin
ella (eso no importa), el discurso del oportunismo, y en el segundo caso se reitera
el de la inutilidad o, en otros casos, se usa el discurso “izquierdista” como
“manto” de protección para ocultar y permitir el oportunismo. Es la vieja y
mortal mezcla de los ochenta.
En fin, la Izquierda debe tomarse en serio a sí misma.
Tomarse en serio es asumir las consecuencias de las palabras y de las
prácticas; de hacerlo, salta a la vista las contradicciones. Y si pretende usar
las mismas palabras debe o redefinirlas o cambiar las prácticas. O hacer ambas
cosas.
---
Este negarse a pensar no es casual. La relación de la
Izquierda venezolana con los elementos teóricos que le ayuden a comprender la
situación sobre la cual pretende actuar ha sido históricamente muy precaria, en
general. Salvando, por supuesto, los meritorios casos excepcionales de
personalidades que han hecho aportes teóricos y de momentos concretos en los
cuales se han producido debates fructíferos.
En la primera etapa de formación de la Izquierda venezolana,
en los años treinta, recoge las torpes elaboraciones de la III Internacional
para los países coloniales y neocoloniales. Elaboraciones que, además de
pobres, estaban signadas por la lucha interna dentro de la URSS, y que miraban
básicamente hacia Asia y no hacia América Latina.
El traslado mecánico del análisis de Marx, basado en Europa
Occidental, nos trajo categorías como el “feudalismo”, que no explica nuestra muy
temprana inserción en el mercado mundial ni los desarrollos socioeconómicos
posteriores.
La elaboración del Plan de Barranquilla en 1931 y la
discusión que produjo podría interpretarse como un buen signo de creatividad
inicial. Pero el Plan estaba signado por la ingenua e interesada postura de
plantear públicamente el plan “mínimo”, mientras el programa “máximo” se
mantenía en secreto, en las manos de una dirección que en el momento oportuno
sabría dar el golpe de timón que abriera el camino hacia las reivindicaciones
máximas. Porque, según Betancourt, “… los partidos van por donde marchen sus
dirigentes. Y los dirigentes de nuestro partido vamos a ser nosotros y los que
en el grupo tengan la decidida filiación socialista de nosotros. En esta
circunstancia, el viraje a la extrema izquierda lo daremos en el momento que
juzguemos oportuno, con la seguridad de que la masa mayor del partido se irá detrás
de nosotros”[1].
Una visión, pues, simplista, que veía a lo “mínimo” como
aislado de los contextos reales y de una perspectiva estratégica, y a los
movimientos populares como corderos que podían ser dirigidos a su antojo por
direcciones esclarecidas. Esa visión fue el “aporte” de Betancourt en su paso
por la Izquierda.
En general, la Izquierda se amoldó a la nueva situación que
significó López Contreras y se dividió en su postura frente a Medina (en este
caso también presionada por la situación internacional).
Durante la dictadura perejimenista solo pudo adelantar la
resistencia, tarea innegablemente dura y difícil de por sí, sin intentar hacer
elaboraciones teóricas. Por ello es sorprendida por el movimiento de masas de
enero de 1958. Luego entra en el período de la lucha armada, con más visión
táctica que estratégica[2]. De la derrota de la lucha
armada prácticamente se niega a hacer un balance serio (todavía hoy podemos
conseguir a un cegato izquierdista que irresponsablemente afirma que “no fuimos
derrotados”).
Sí se abrió un período de debate y reflexión desde 1969
hasta comienzos de los 70. Desde la llamada “Renovación”.
En el 68 termina el largo ciclo de prosperidad del
capitalismo de la última postguerra. Hay una eclosión de las protestas a nivel
mundial, simbolizada por el Mayo francés. Algo se quiebra en esos años, algo se
termina, porque las rebeliones (además de la tan sonada revuelta parisina) van
desde la Primavera de Praga hasta la masacre de estudiantes en la Plaza de
Tlatelolco.
Y se hace evidente, otra vez, una crisis del marxismo a
nivel mundial. En primer lugar, una crisis del marxismo soviético, que es
percibido como conservador por muchas corrientes revolucionarias. Otras
versiones del marxismo, representando a Estados Socialistas, aparecen como más
a la izquierda que la versión soviética, como era el caso del maoísmo.
Pero hubo, además, críticas que van más allá de estas simples
constataciones. Se pone en duda la concepción verticalista del partido
revolucionario, y hasta el papel de la clase obrera como sujeto histórico de la
revolución socialista.
En Venezuela, dentro de una Izquierda que viene de una
derrota importante (que en menos de una década la ha diezmado y aislado del
país), se producen dos elaboraciones que intentan encarar el problema: una da
origen al MAS, y la otra lleva a la reconstrucción del MIR.
Este período de ebullición, lamentablemente, se cerrará
rápidamente con la cristalización de algunos conceptos, y más tarde el adelanto
será consumido por la tendencia en los ochenta a “adaptarse” al sistema
dominante.
El país había dado un salto gigantesco en el nivel de
ingresos, a raíz del primer boom petrolero mundial de los 70, un salto cualitativo. La Derecha venezolana se
planteó usar esa oportunidad que le cayó del cielo, más exactamente del cielo
musulmán, para repotenciar el sistema[3].
La Derecha venezolana nunca ha estado tan unida como lo
estuvo en la década del 60. El enfrentamiento con la Revolución Cubana y la
insurgencia armada del continente, el pánico anticomunista, es sólo un aspecto,
el negativo, de esa unidad. Pero el asunto es que había, como base de esa
unidad, un programa planteado por la
Derecha, programa cuya significación no se reduce a una mera adhesión a la
“Alianza para Progreso” propuesta por Kennedy para enfrentar la insurgencia
latinoamericana. Además de las elecciones “libres y directas”, la democracia
representativa, AD y COPEI propusieron y adelantaron la Reforma Agraria, el
proteccionismo y la Sustitución de Importaciones (el cepalismo, en una palabra).
Ese era el camino en concreto hacia el “progreso” o el desarrollo.
Independientemente de que los objetivos buscados con ese programa estuvieran
negados dentro de sus propios mecanismos. Ese es el modelo que ya había
demostrado su agotamiento al arrancar los 70.
Los datos de la reforma agraria (por donde se los mire:
número de familias asentadas, producción agrícola, etc.), la política
proteccionista y la industrialización (industrialización que se había
demostrado dependiente, y cuya supervivencia sólo era posible bajo el manto proteccionista),
la sustitución de importaciones (con una industria que daba poco valor agregado
a sus productos) no lograba hacernos menos dependientes de los dólares; todo
estos datos eran indicios de que el modelo no estaba dando los resultados que
había prometido. El auge petrolero abre la posibilidad de relanzarlo. Pero la
unanimidad de la Derecha empieza romperse sobre el punto de por cuál modelo
sustituir al de los 60. Incluso, años después, cuando sea ganada por las
sirenas del neoliberalismo y la globalización, las diferencias persistirían
sobre los grados de aplicación de los cambios económicos.
Como parte del sistema-mundo, por supuesto hay una
correspondencia entre el país y el desarrollo del capitalismo mundial. Después
del fin del período de crecimiento y del “Estado de bienestar” a finales de los
60 (la inflexión que simbolizamos con las rebeliones del año 68), los 70
expresan una crisis en el capitalismo mundial: Aparece la estanflación (esa
combinación de recesión con inflación), y las antiguamente exitosas fórmulas
keynesianas no sólo no logran dar respuesta a la situación, sino que parece que
le echaran gasolina al fuego; los keynesianos son vistos como unos ortodoxos
inútiles, pero al comienzo no se tiene con qué sustituir las ahora inoperantes
fórmulas económicas. El desorden monetario en Europa (con las devaluaciones de
cada uno de los países europeos siguiendo sus intereses particulares) pondrá en
peligro el nivel de integración alcanzado en esa época. Los Estados Unidos
eliminan la convertibilidad dólar/oro dejando atrás los acuerdos de Bretton
Woods que habían prevalecido desde el fin de la guerra y devalúan al dólar. La
crisis petrolera significó en el mundo un cambio de la correlación de fuerzas
mundial, al darle recursos a los países productores (países subdesarrollados
hasta ese momento “pobres”), aunque los petrodólares fueran absorbidos por las
finanzas internacionales (lo que sustenta el peso del Movimiento No Alineado
durante los 70 es precisamente este cambio de la correlación de fuerzas). El
capitalismo internacional pasará esta crisis al comenzar los 80 cuando en el
dúo Reagan-Thatcher comiencen a imponer la política neoliberal.[4]
En Venezuela, durante los 70, el nuevo nivel de ingresos
sólo consiguió repotenciar los viejos desequilibrios del país y crear otros
nuevos, como el exorbitante aumento de la deuda externa[5], y ante la posterior caída
de los precios del petróleo, la Venezuela saudita desemboca (como para evidenciar
el fracaso absoluto de la “sustitución de importaciones” y de la
“industrialización” que, se esperaba, mermaría nuestra dependencia de los
dólares) en el Viernes Negro de 1983. La crisis económica del modelo había explotado
ante los ojos de todos.
Durante este período, primera parte de los ochenta, la
Izquierda luce cada vez más aislada y desubicada, tiende a deslizarse hacia la
derecha. El pragmatismo avanza hasta convertirse en una cultura, la Izquierda
está cada vez más imbuida en administrar lo que existe.
La crisis económica que se coloca en primer plano con el
Viernes Negro no pareciera tener a nivel de superficie un correlato de crisis
social (sobre todo cuando el nivel de análisis es exclusivamente electoral).
Las necias “teorías” sobre la mansedumbre del pueblo
venezolano, sobre su “adequidad” (“hay que aprender de los adecos” o “este
pueblo es adeco”), se ponen de moda, ante la permanencia, que luce
inexplicable, de la hegemonía de AD a pesar de la crisis económica. Un sector
de la Izquierda se vuelve más y más hacia la derecha, pretende aparecer como
“seria” y responsable, básicamente ante la opinión pública burguesa. Acabarán
algunos, luego de un corto periplo, cuyo mejor ejemplo es Petkoff, en el
asombroso contrasentido de pretender ser de izquierda y neoliberal a la vez, antes
de tener un rapto de claridad y descubrirse a sí mismos en la Derecha.
Otro sector, minoritario, se refugia en los ritos de la
tradición de izquierda, desde allí ataca a la izquierda claudicante, pero no
intenta adelantar una política que pueda tener eficacia ante la situación de
descontento generalizado. No intenta entender ni proponer. Sustituye la
política por imperativos éticos, su referencia central no es el pueblo ni el brutal
ataque neoliberal del cual es víctima ese pueblo, sino la izquierda
acomodaticia, porque se ampara en la noción (profundamente antimarxista, de
paso) de que todo lo explica la “crisis de dirección”. Esta situación no es
típicamente venezolana (aunque aquí tenga rasgos más inútiles por la debilidad y
aislamiento de la Izquierda toda) porque se repitió mucho en toda América
Latina.
Ya el neoliberalismo ha tomado el mundo. Y los organismos
internacionales presionan (o deberíamos decir “imponen”) cada vez más a los
países con dificultades económicas para que prueben la amarga receta que el FMI
ha preparado. El asunto, como siempre, no es sólo de imposición económica, es
también política y cultural, a fin de cuentas, el neoliberalismo es la primera
restauración conservadora que se arropa bajo el manto de la ciencia, la “libertad”
y el “progreso” y que pretende convertir a los progresistas en conservadores (y
viceversa). Muchos de los miembros de AD, un partido socialdemócrata, se
vuelven neoliberales. Y la influencia neoliberal se va haciendo más y más
penetrante en el pensamiento oficial venezolano. Es sintomático cómo los
profesores de las Escuelas de Economía de nuestras universidades, que habían deambulado
durante décadas por el keynesianismo mezclado con alguna retórica marxista, de
la noche a la mañana descubren los ineludibles beneficios del mecanismo del
mercado[6].
En realidad, aunque no fue percibido en aquellos momentos por
el aislado mundo político, la crisis económica sí tenía efectos sociales. Entre
1983 y 1989, se acelera dramáticamente el empobrecimiento de los sectores
populares mientras el nivel de vida de los sectores medios cae en picada, y aumentan
las protestas y los conflictos, cuyo número crece mes tras mes, aunque estén
aislados y descoordinados[7]. La Izquierda no está
viendo hacia esos conflictos, porque hace tiempo que se aisló de los sectores
populares; la mayoría de la Izquierda está poniéndose corbata para mostrarse
más digerible a la burguesía, mientras la minoría se mantiene “consecuente” en construir
dicterios morales contra la mayoría que se pone corbata. No solamente se
renuncia al futuro, ni siquiera se administra aceptablemente el presente. Los
juegos de la “política” y los ritos de los “principios” pretenden ser análisis
y acción. Realmente nadie hace política.
Al menos política real, o Política con mayúscula. Porque la “política” es reducida a la “habilidad”
para conservar o acrecentar pedacitos de “poder”, al juego dentro de la nata de
los visibilizados. O a la voluntad para “fijar posiciones”, que, aunque sean
inútiles, salven a quien las pregona, o las deja “asentadas”, ante un
pretendido Tribunal de la Historia que, algún día, será acucioso con todas las palabras
de nuestro izquierdista “puro”.
Por eso a todos
los sorprende el Caracazo. Además el discurso hegemónico del pacifismo y el
inmovilismo del pueblo venezolano había calado en muchas partes. Esa gran radiografía
política que fue el Caracazo no sólo iluminó la inmensa brecha de las masas con
los partidos del estatus (brecha que la gran cuantía de votos electorales de la
Derecha, apenas dos meses antes, ya no pudo ocultar), también evidenció que la
Izquierda en sus diversos sectores aparecía ante el pueblo o bien como parte
del sistema o, en todo caso, como algo ajeno y extraño al movimiento popular.
Ni Derecha ni Izquierda pudieron sacar las cuentas del
Caracazo. La Derecha por engreída, por estar enviciada en sus propias
tradiciones, por estar atrapada y aislada ella misma dentro de la red de poder
que había construido, por no tener acuerdo sobre el nuevo modelo y la forma de
implementarlo. Para la Derecha política, una vez pasado el pánico, la rebelión
del 89 fue un accidente circunstancial (a lo sumo una muy grave anomalía, pero
anomalía al fin), la situación debía ser controlable, y el pueblo transitoriamente
díscolo regresaría pronto al redil[8]; apenas si logra darle un
poco de cancha a la Comisión para la Reforma del Estado, la Copre, a cuyas
recomendaciones (que mezclaban el democratismo con los cambios neoliberales) les
puso escasa atención, y solo adelantó muy pocas. La Izquierda tampoco intenta
corregir sus actuaciones, ni siquiera ubicarse, habida cuenta de que la
esperada crisis social ya había llegado y le había estallado en las narices. El
Caracazo fue una gigantesca campanada, pero en realidad casi nadie la oyó.[9]
Con el sistema económica y socialmente herido, sólo faltaba,
pues, la crisis política, la que pusiera en duda la legitimidad política del
sistema, ya “ilegítimo” en el plano económico y social. Ya la Derecha estaba más
que dividida, enfrentada: en general, los sectores económicos estaban más
ganados para una salida neoliberal en toda la regla (es decir, sin “pactos
sociales” ni digresiones por el estilo), y sabían que para adelantar el cambio radical
del modelo había que deshacerse de sus tradicionales “representantes” políticos,
demasiado propensos a hacer concesiones a las masas y remolones a la hora de
tomar decisiones duras que pudieran afectar sus aspiraciones electorales. La
receta neoliberal no puede ser introducida con vaselina, ni a golpes
espasmódicos. La burguesía económica, la real, toma distancia de los políticos
burgueses, que ya no la están representando, y que, peor aún, tampoco están “representando”
(es decir, controlando) a las masas a nombre de la cual hablan (la tarea
principal de los políticos demócratas burgueses es la mediación política, mediación entre las clases, se entiende). De allí
la campaña “antipolítica” adelantada por la derecha más de derecha (campaña que
hizo furor en nuestra siempre desprevenida clase media en aquella época, que
confunde partidos con política), porque ahora sí la fracción burguesa de los
Dueños de los Medios está aspirando a ser ella misma una fuerza política, sin
mediadores, contra los partidos y contra “lo político”.
Los políticos burgueses se desfasan. Los que sí habían
entendido la nueva nota, e intentan teorizarle a la burguesía, son los
tecnócratas neoliberales del IESA que piden “un poderoso marco ideológico capaz
de aglutinar esfuerzos, exigir
sacrificios, postergar gratificaciones” (El Caso Venezuela: una ilusión de armonía, 1985, página 546). El
“marco ideológico” es, por supuesto, el neoliberalismo, y lo proponen para
sustituir a los “consensos”, que inútilmente buscan los políticos y que ya no
serán posibles, dada la situación económica, porque lo que se plantea es, dicen
los tecnócratas, una fase de inevitables conflictos. Ya Marcel Granier había
sacado su libro “La Generación de Relevo vs. el Estado Omnipotente” (1984),
donde, en la onda neoliberal reinante en el mundo, está el plan de desarticular
al Estado para que reine el mercado y sustituir a la vieja derecha política por
los tecnócratas y por la dirección directa de la burguesía. Esto último es muy
novedoso en la historia venezolana: en ningún momento, desde Gómez hasta la IV
República, la clase dominante había pensado en dirigir sin intermediarios al
Estado.
Así, pues, en este ambiente “antipolítico”[10] y con el aislamiento, el
descrédito y la pequeñez de la Izquierda, era cuesta arriba que la crisis
política tuviera como protagonista a un partido político, y menos a uno de
Izquierda.
Así que la crisis política, que rompe el último palito que sostenía
el vetusto tinglado, fue la insurrección de los militares bolivarianos
comandados por Chávez.
Todas las eclosiones que destapaban y aceleraban las crisis:
la económica (el Viernes Negro, 1983), la social (el Caracazo, 1989) y la
política (el 27-F, la insurrección militar bolivariana, 1992), llegaron por
sorpresa. Siempre “cual rayo en cielo sereno”. Y, peor aún, después de cada sobresalto
los sorprendidos no pudieron reponerse y darle una respuesta política de ningún
signo.
En su propia historia, pues, está la propensión pragmática
de la Izquierda venezolana. Sus “puntos” teóricos considerados más fuertes
están muy cerca de la simplificación estalinista. La cultura del pragmatismo
(esa “habilidad” política que comparten derecha e izquierda) se volvió
preponderante, sofocante y opresiva, durante los últimos lustros de la IV
República.
El viraje derechizante que impuso el “pensamiento único” del
neoliberalismo, llevó a todo, a todo, el espectro político mundial hacia la
derecha. Hasta la Socialdemocracia, que durante casi tres décadas posteriores de
la última postguerra había sido administradora del “estado de bienestar”
europeo e impulsado el equilibrio social, se había vuelto pragmática y neoliberal,
y cada vez pululaban en su seno gente de la calaña de un Blair o un Menen.
Mientras en Venezuela, el propio sistema de los partidos
dominantes, su burocracia, producía dirigentes de aparatos cada vez más y más
grises. Hay una distancia abismal, en cuanto a nivel político, entre Rómulo
Betancourt y Lusinchi. El CAP que regresa en el 88 está rodeado de desconocidos
tecnócratas y muy pronto pierde el sentido de la realidad. Por no nombrar al
olvidado “caudillo”, gris entre los grises, que fuera el último candidato presidencial
de AD en el 98. Las viejas y desgatadas maquinarias del poder político solo
conciben apagados y mustios dirigentes, enanos que fungen de líderes de gran altura
encaramados sobre el armatoste del sistema de partidos.
Esta cultura pragmática de la Derecha (que viene de la
propensión a administrar lo que existe, para seguir con la frase de Sartre),
permeó a la Izquierda durante los ochenta.
Y en los noventa, las consecuencias ideológicas de la caída
del “socialismo real” y la fortísima arremetida del neoliberalismo parecen
imparables[11].
El marxismo soviético entra en picada mortal y arrastra en
su caída a todas las otras versiones marxistas, incluso a las que lo adversaban
(aunque muchas de ellas se les parecían mucho como teoría y sólo se
diferenciaban por no ser pro-URSS)[12]. Anotemos que algunos de los
marxistas que anunciaban la caída de la burocracia soviética aseguraban que
sería la clase obrera la que enterraría a la burocracia, más o menos siguiendo
la definición de Trotsky de la URSS como “estado obrero deformado”; pero no
estaba en el abanico de sus predicciones la vuelta del capitalismo (después de
70 años), y mucho menos que la clase obrera de los países del “socialismo real”
apoyara las privatizaciones (a pesar de que desde los 80 se conocía la
existencia de un poderoso movimiento obrero antisocialista, no sólo antiburocrático, el movimiento Solidaridad en Polonia).
Otra crisis del marxismo aparece (o toma una fuerza
decisiva) en los noventa. Esta de mucha mayor profundidad. La crítica a la
modernidad, es decir, a la todopoderosa razón y al cientificismo, está
apuntando a muchos de los presupuestos básicos del marxismo.
Por supuesto, nuestra Izquierda pragmática (y ya
prácticamente desaparecida), en cualquiera de sus vertientes, no se paseó por
este último debate con seriedad (cuya expresión en Venezuela fue sólo
académica), es decir, no sufrió, en general, esa “crisis” íntimamente, pero
esta situación externa, las dificultades del marxismo eran de escala mundial, evitó
que recibiera “ayuda teórica” desde afuera, que algún pensador marxista del
mundo con cierta solvencia le permitiera hacer las importaciones necesarias
para mantener, sin necesidad de rebanarse los sesos, el edificio ideológico.
El siguiente hecho político de monta fue, por sí, más
sorprendente. El chavismo se consolida como un movimiento de masas alternativo
al sistema de los viejos partidos[13], que hasta el momento
parecían eternos, y logra desalojarlos del gobierno definitivamente en 1998. Aunque
tenga en su seno a individualidades provenientes de la Izquierda y algunas
ideas que vienen de ese campo, el chavismo de 1998 no es una fuerza de
Izquierda. En aquel momento es un bloque amplio y heterogéneo cuya unidad está
basada en el rechazo al bipartidismo, que es casi universal, y al
neoliberalismo que tantos estragos había causado; un bloque que cuenta con la
simpatía de algunos sectores burgueses, también relegados, que han llegado a la
conclusión de que el viejo sistema político es insalvable y hasta dañino. Aunque
es un movimiento de fuerte apoyo popular, es, desde el punto de vista político,
esencialmente un heterogéneo bloque de
los excluidos políticos o
sociales, con los coleados de siempre por supuesto[14]. Sin embargo, su desarrollo
posterior, a partir de 2002, por el enfrentamiento con la Derecha, lleva al
chavismo, asumiendo las inevitables y necesarias
fracturas, a virar hacia la izquierda, hasta declararse socialista en 2006.
Pareciera, pues, si se parte del éxito del chavismo, que la
“teoría” no es necesaria para una práctica política de cambio exitosa, hasta se
podría argumentar que definiciones políticas más precisas hubiesen sido un
estorbo en el ascenso del chavismo, por dificultar su política de alianzas. Y
en vista de esto, una Izquierda tradicionalmente poco estudiosa puede justificar
a posteriori su pragmatismo (y su flojera intelectual) con los acontecimientos.
El niño que es llorón y la madre que lo pellizca, dice el saber popular.
Uno de los mitos más infundados, persistentes y cómicos que
tiene la Izquierda venezolana es que entre los setenta y los ochenta fue muy
“teórica”; los que tal aberración repiten llaman “teoría” al ritualismo de
etiquetas, al inútil diálogo escolástico y a los pretendidos debates que
protagonizaban grupos de poder dentro de la Izquierda de la época. Por
supuesto, si, en cambio, llamamos “teoría” a algo que explique, que dé cuenta
del país, que señale líneas políticas asentadas en un conocimiento social,
nadie se debería atrever a calificar a la Izquierda venezolana como “muy
teórica”. Lo de acusar de “teórica” a la izquierda es más que nada una excusa,
un manto de encubrimiento para ocultar las carencias, un argumento vacío que
ampara a la vez a los oportunistas y a izquierdistas “radicales” poco propensos
al estudio.
---
La propuesta del “Socialismo del Siglo XXI” tiene, en primer
lugar, la intención y la ventaja de diferenciarse, de agarrar distancia, del
“Socialismo del Siglo XX”, antaño conocido como el “Socialismo real”.
Pero en qué, en concreto y en términos positivos, se
diferencia no está claro, puesto que aclararlo amerita una elaboración
teórico-práctica que pocos quieren asumir.
La propuesta del “Socialismo del Siglo XXI” era, al
arrancar, una especie de bolsa vacía, o con muy pocos elementos dentro de ella.
Una bolsa que debe ser llenada con conceptos que permitan definir los
objetivos.
Se ha paseado, la descripción del Socialismo del Siglo XXI,
por muchos temas: cooperativismo, asistencialismo, tópicos morales como la
solidaridad, responsabilidad social, un humanismo abstracto, sin que haya
avanzado mucho en la definición. Pero la tarea de definir el Socialismo del
Siglo XXI es una tarea teórico-práctica que no puede ser adelantada con el
tradicional desprecio hacia la teoría (en cualquiera de sus versiones), ni
asumida con el permanente pragmatismo.
Pero, además, los problemas están allí, saltando a la vista
de todos, clamando al cielo: la relación de la izquierda con la democracia (la
participación de los sectores populares, el manejo de las diferencias y las disidencias),
el papel y el carácter del Estado, el tipo de partido que se necesita para
adelantar los cambios y su relación con los movimientos sociales, la diferencia
entre la propiedad estatal o nacional y la propiedad socialista, el rentismo petrolero,
los retos de la producción.
La teoría, estamos usando el término en el sentido más laxo,
tiene una utilidad básica: dar cuenta de “lo que es”, lo que permite clarificar
los objetivos posibles y necesarios, y permite además balancear los
acontecimientos y la propia práctica. Sin ella, la tendencia es a caminar en
bandazos.
Mucha gente de la Izquierda pregona como una solución (a
veces con matices de panacea) para el avance del proceso de cambio la
profundización de la “lucha ideológica”, o critica la falta de “ideología” como
un fuerte obstáculo para el desarrollo revolucionario.
Pero, dejando a un lado el significado, contenido y alcance
de la “ideología” cuya falta tanto lamentan, sin la clarificación teórica no
podrá cosechar grandes éxitos ninguna lucha ideológica.
Algunos, no todos, de los que hacen tantos llamados a la “lucha
ideológica” parecieran pregonar modestamente: “Yo estoy claro, el pueblo, no”. “Yo
conozco la verdad, lo que hay que hacer es llevársela al pueblo”. O creer que,
por ejemplo, si la “ideología” estuviera más extendida en el pueblo, sentiría
menos la falta de electricidad, la inseguridad, la corrupción y la ineficacia.
Una minoría resucita, como si fueran eternamente jóvenes,
viejos textos y consignas de la tradición estalinista. “Ideologizar” con los
textos de los años treinta, ¿es posible? ¿Con el libro de Georges Politzer, por
ejemplo?
Por supuesto, no estamos rechazando los textos por el mero
hecho de que sean “viejos”. Lo que hay que rechazar son las lecturas “viejas”
de esos textos. Las lecturas siempre deben hacerse desde el hoy, ante los
acontecimientos que hemos vivido y estamos viviendo.
---
“A quien mucho se le da, mucho se le pide”, repetía en su
oportunidad Lenin.
El que tengamos un ojo muy crítico con la Izquierda tiene
que ver con ese proverbio.
Es de la Izquierda, obligada a administrar el futuro, desde
donde deben salir las posturas que nos lleven no sólo a consolidar los cambios,
sino a superar los obstáculos y abrir definitivamente el cauce hacia una
sociedad más justa. Es ella la que está obligada, a quien le exigen los
tiempos, a tener una explicación coherente, que le permita ubicarse, definir
objetivos y balancear el proceso. Si quiere traspasar el marco capitalista, empresa
nada fácil, y que difícilmente se puede encarar con tanteos, deberá administrar
lo que no existe (por supuesto a partir de lo que existe).
A la Derecha, la de aquí o la de allá, sólo se le denuncia,
se le desenmascara. Y en el caso de la Derecha venezolana, cuyas incoherencias
llevan muchas veces al ridículo, se le critica con sorna. De ella no puede
esperarse nada.
Pero la Izquierda venezolana está obligada a superarse a sí
misma, a superar las malas tradiciones que su propia historia le han impuesto, lo
que sólo puede hacer con una mirada descarnada a sus errores y a sus
presupuestos ideológicos, está obligada a parir su relación con el cambio y el
pueblo sobre ideas solventes. Está obligada, esta Izquierda dispersa, a
construir un marco teórico visible, coherente, dentro del cual convivan las
diferencias, incluso para que los
intentos de reagrupamiento, que los ha habido, no estén condenados a ser
estériles y transitorios, por falta de un espacio teórico común. Ese es su
reto en esta hora definitoria del proceso venezolano.
[1]
El Libro Rojo. Carta de Betancourt.
[2]
La izquierda latinoamericana tiende a
la confusión entre táctica y estrategia. Hacer lucha armada para convocar un
gobierno de “liberación nacional”, es decir, para convocar a una supuesta
“burguesía nacional” expresa métodos radicales con estrategias conservadores
(por decir lo menos). O convertir algo tan claramente táctico como el voto en
una definición estratégica (la abstención sería lo revolucionario).
[3]
Venezuela ni siquiera participó en el
embargo petrolero que decretaron los países árabes, y que cambiaría totalmente
el negocio petrolero, los mecanismos de fijación de precios y el reparto de las
ganancias. Solo se benefició de los acontecimientos.
[4]
Por supuesto, muchas versiones
“oficiales” de los países desarrollados nos echan la culpa a nosotros de esa
crisis económica: el aumento del precio del petróleo la habría producido; pero
las fechas no cuadran: algunos países europeos conocen la recesión desde el 69,
y, luego de repetir lo que hasta ese momento siempre habían hecho para
reactivar la economía: aumentar el gasto público, en el 70 tienen problemas
inflacionarios; la eliminación de la convertibilidad dólar/oro la realiza Nixon
en 1971.
[5]
En 1977 sale el libro “La Miseria en
Venezuela” de Michel Chossudovsky, un informe espeluznante sobre la miseria en
la Venezuela saudita. Más grave aún fue que este trabajo, llamado Informe Chossudovsky,
fue realizado por el referido profesor en Cordiplan, y que una vez terminado el
estudio, y en vista de sus conclusiones, el gobierno decidió engavetarlo.
[6]
La Derecha pierde su unanimidad
estratégica. El programa cepalista de los 60 es insostenible. El neoliberalismo
llegó tímidamente a Venezuela durante el gobierno de Luis Herrera, el más adeco
(es decir, socialdemócrata) de los copeyanos, pero su orientación hacia ese
nuevo camino fue timorata (apenas la “liberación de precios”). La incoherencia
entre el discurso y la timidez de las medidas no sólo expresa políticamente las
tradiciones y necesidades estatistas, demagógicas, etc., del sector político,
sobre todo expresa una división dentro de los mismos sectores económicos,
amplios sectores de la improductiva burguesía venezolana no quieren renunciar
al proteccionismo, a los créditos del Estado; no quieren y no pueden tomar la
vía neoliberal, como lo demostraría en los noventa la debacle de sectores
económicos hasta entonces insignias de la burguesía venezolana “exitosa y
productiva” (los Mendoza, los Newman) cuando entraron en las aguas de la
“globalización”.
Esta pérdida
de la unanimidad estratégica explica el aumento de las tensiones entre AD y
Copei (el pacto deja de funcionar) y el aumento de los conflictos internos en
los dos partidos.
[7]
Ver el libro de Margarita López Maya, Del Viernes Negro al Referendo Revocatorio.
[8]
De todas maneras, la Derecha se dedicó
a calmar sus temores con una represión feroz. Indiscriminada diríamos, si no
fuese porque estaba claramente dirigida hacia los sectores más pobres. La
“lección” debía ser dada sin miramientos. Pero no publicada: y nunca supimos
cuántos miles de muertos dejaron los días posteriores al Caracazo.
[9]
Tres elementos, en general obviados,
saltaban a la vista ante el Caracazo. Primero, que la inmensa mayoría del país “saqueó” directa o indirectamente, al
menos el primer día, cuando hasta los sectores de clase media vieron con simpatía
los acontecimientos, los vieron como un justo “castigo” a la insolente sordera
de “los de arriba”. Segundo, que lo sorprendente
del hecho sólo expresaba la gigantesca separación
entre el mundo político, tanto de derecha como de izquierda, de los sectores
populares, de la inmensa mayoría del país. Y, tercero, que el accionar popular
“repentino” encubría un desarrollo
acumulativo de la conciencia de los sectores más pobres, un proceso
subterráneo que venía desarrollándose desde hacía años y que la explosión en sí
sólo era un salto cualitativo de ese proceso.
[10]
La situación, tras el Caracazo, podría
ser descrita como “crisis de representatividad”, utilizando el término en el
sentido que le diera Nicos Poulantzas: cuando las clases sociales han roto con
su representación política tradicional. Los partidos tradicionales, de Derecha
y de Izquierda, “están en el aire”. AD y Copei no representan a la burguesía,
que reclama un giro contundentemente neoliberal sin concesiones a los
electores, ni representan a los sectores populares que no mantienen ya ninguna
esperanza en ellos; pero tampoco la Izquierda, en general, no representa, no
digamos a esos sectores populares, ni siquiera a los sectores populares más
conscientes y urgidos de la necesidad de grandes cambios.
[11]
La frase, “caída del socialismo y
victoria neoliberal” es encubridora, casi propaganda de derecha. La relación
entre los dos hechos, la caída del Muro de Berlín y el éxito del credo
neoliberal, no es la que plantea la derecha (que son el mismo hecho o el
primero es consecuencia directa y simple del primero). Encubre, en primer
lugar, que con la bandera del fracaso de 70 años de “socialismo” se ocultaba el
fracaso de 200 años de capitalismo en la mayor parte del planeta. Para los
venezolanos debería ser claro esto: el mismo año en que cae el Muro de Berlín,
1989, es el mismo año del Caracazo, de la rebelión popular contra el paquete
neoliberal. Encubre, en segundo lugar, el carácter del sistema soviético:
¿socialismo? (llamar “socialismo” al régimen de la burocracia) Y, en tercer
lugar, oculta lo determinante que fue la imposición, vía coacción de los amos
mundiales de la economía; no fue precisamente una victoria de la propaganda y la persuasión la victoria
del credo neoliberal en el capitalismo de los noventa. Tres aspectos que
debemos analizar más adelante.
[12]
Estamos hablando de una izquierda que
criticaba la política de gran potencia de la URSS, las aberraciones internas,
la represión, pero que, de todas maneras, hacía labor “ideológica”, cuando la
hacía, con el Manual de Marxismo-Leninismo de la URSS. El estalinismo, para esa
izquierda, estaba en la política de la burocracia, no en su doctrina.
[13]
En las elecciones de 1993, el chavismo
decide no participar, es decir, utiliza, como táctica, una postura vinculada, en la cultura política venezolana,
a la extrema izquierda: la abstención,
mientras los restos de la izquierda apoyan o a Caldera o a Velásquez; esa
decisión contribuyó a dibujar al chavismo como una fuerza realmente
anti-sistema cuando se presenta como opción electoral cinco años más tarde. La
Izquierda venezolana tiende a confundir lo táctico con lo estratégico. Por eso,
en diversos momentos, convierte en estrategia su aceptación o su rechazo a
cualquiera de los métodos de lucha, que, por definición, son posturas tácticas:
las elecciones, la lucha armada, la abstención, la huelga de hambre; todos
estos métodos han sido sacralizados en una etapa y demonizados en otra,
elevados al nivel de líneas estratégicas que definen líneas políticas macros.
[14]
Que incluye la sorprendente simpatía por
Pérez Jiménez, o el auspicio de Olavarría. Que tiene en su seno a Miquilena y
cuenta con el apoyo de los Otero de El
Nacional. Y a un partido que no tenía de dónde colgarse como el MAS. O que
coquetea con la vacía postura de la “Tercera Vía” de Blair.
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