2. La Teoría, ¿Hace falta?

América Latina, y el mundo, están viviendo cambios profundos desde que amaneció el siglo XXI. La frase del presidente de Ecuador, Rafael Correa, se ha hecho célebre por lo acertada: No vivimos una época de cambio, sino un cambio de época.
En el subcontinente ha habido un profundo giro hacia la Izquierda que concluyó el aparentemente imbatible dominio del neoliberalismo en los noventa. Gobiernos de Izquierda, como los de Ecuador y Bolivia, apuntan hacia una vía que trascienda el capitalismo. Otros, como el gobierno centroizquierdista de PT de Lula o el Nacionalismo de Izquierda de los Kirchner, detienen al neoliberalismo y articulan una política de fuerte acento social.
El neoliberalismo también tuvo otro tropiezo, aunque en circunstancias muy distintas a las latinoamericanas, con la profunda crisis financiera norteamericana que arrancó en el 2008, que se convirtió rápidamente en una crisis económica mundial y cuyos efectos no han sido aún superados totalmente por el capitalismo internacional.
En Venezuela, los cambios no sólo sacaron del poder a los viejos amos del sistema político, AD y COPEI, cuya crisis se venía arrastrando desde finales de los 80. También descolocaron al poder económico, a Fedecámaras, que intentaba ganar, por primera vez en la historia republicana, protagonismo político público. Y un movimiento popular se ha hecho presente, combatiendo palmo a palmo, dando acelerados pasos de organización y de aumento de conciencia.
El proceso revolucionario venezolano no fue adelantado por la Izquierda, que había entrado en estado de coma desde los noventa, por no decir que estaba muerta, mientras a su alrededor se desarrollaba la crisis política y social del vetusto sistema político venezolano y asistíamos a un aumento continuo de las luchas sociales. A partir de la radicalización del chavismo, sobre todo después del 2002, las posturas iniciales anti-neoliberales y de reforma social del movimiento bolivariano se van enfilando más hacia la Izquierda y acaban definiendo como objetivo al socialismo. La Izquierda vuelve a recomponerse.
Lo sorprendente es que, después de todos estos acontecimientos, de drásticos saltos, de muerte y resurrección, la ahora renacida Izquierda venezolana no sienta necesidad de una teoría sobre lo que ha vivido y está viviendo, y menos sobre lo que podría vivir en el futuro.
Algunos, los más tradicionalmente “radicales”, repiten viejas frases que sólo persiguen dar cuenta de su genealogía izquierdista. Pero las frases, repetición del vocabulario usado hasta principios de los ochenta, no sólo no tienen poder explicativo, sino que ni siquiera son descriptivas. Porque, y este es el quid del asunto, están en contradicción con la práctica y con los desarrollos políticos reales.
Para decirlo en forma más ilustrativa: alguien critica al “reformismo” o llama “reformista” a otro sector de la izquierda. Pero, ¿cómo entender esa palabra? En el viejo código de la Izquierda tenía el sentido de contraponerse a los que adelantaban reformas del sistema y elegían la vía electoral como prioritaria. Pero toda la Izquierda está asumiendo la importancia de las batallas electorales, y sabe que innegablemente la burguesía venezolana ha tenido fuertes derrotas políticas en ese terreno. Y el proceso de cambios ha avanzado a través de sucesivas “reformas”, desde la Asamblea Constituyente.
Es, pues, evidente, que lo que ha ocurrido ha trastocado totalmente gran parte del viejo discurso, así que llama la atención la persistencia de su uso.
No puede ser que las alternativas sean: o el uso de nociones difusas, incoherentes y cambiantes que responden acríticamente al inmediatismo del discurso político, o la resurrección de las viejas etiquetas, también usadas en forma incoherente. En el primer caso se crea, con intención o sin ella (eso no importa), el discurso del oportunismo, y en el segundo caso se reitera el de la inutilidad o, en otros casos, se usa el discurso “izquierdista” como “manto” de protección para ocultar y permitir el oportunismo. Es la vieja y mortal mezcla de los ochenta.
En fin, la Izquierda debe tomarse en serio a sí misma. Tomarse en serio es asumir las consecuencias de las palabras y de las prácticas; de hacerlo, salta a la vista las contradicciones. Y si pretende usar las mismas palabras debe o redefinirlas o cambiar las prácticas. O hacer ambas cosas.
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Este negarse a pensar no es casual. La relación de la Izquierda venezolana con los elementos teóricos que le ayuden a comprender la situación sobre la cual pretende actuar ha sido históricamente muy precaria, en general. Salvando, por supuesto, los meritorios casos excepcionales de personalidades que han hecho aportes teóricos y de momentos concretos en los cuales se han producido debates fructíferos.
En la primera etapa de formación de la Izquierda venezolana, en los años treinta, recoge las torpes elaboraciones de la III Internacional para los países coloniales y neocoloniales. Elaboraciones que, además de pobres, estaban signadas por la lucha interna dentro de la URSS, y que miraban básicamente hacia Asia y no hacia América Latina.
El traslado mecánico del análisis de Marx, basado en Europa Occidental, nos trajo categorías como el “feudalismo”, que no explica nuestra muy temprana inserción en el mercado mundial ni los desarrollos socioeconómicos posteriores.
La elaboración del Plan de Barranquilla en 1931 y la discusión que produjo podría interpretarse como un buen signo de creatividad inicial. Pero el Plan estaba signado por la ingenua e interesada postura de plantear públicamente el plan “mínimo”, mientras el programa “máximo” se mantenía en secreto, en las manos de una dirección que en el momento oportuno sabría dar el golpe de timón que abriera el camino hacia las reivindicaciones máximas. Porque, según Betancourt, “… los partidos van por donde marchen sus dirigentes. Y los dirigentes de nuestro partido vamos a ser nosotros y los que en el grupo tengan la decidida filiación socialista de nosotros. En esta circunstancia, el viraje a la extrema izquierda lo daremos en el momento que juzguemos oportuno, con la seguridad de que la masa mayor del partido se irá detrás de nosotros”[1].
Una visión, pues, simplista, que veía a lo “mínimo” como aislado de los contextos reales y de una perspectiva estratégica, y a los movimientos populares como corderos que podían ser dirigidos a su antojo por direcciones esclarecidas. Esa visión fue el “aporte” de Betancourt en su paso por la Izquierda.
En general, la Izquierda se amoldó a la nueva situación que significó López Contreras y se dividió en su postura frente a Medina (en este caso también presionada por la situación internacional).
Durante la dictadura perejimenista solo pudo adelantar la resistencia, tarea innegablemente dura y difícil de por sí, sin intentar hacer elaboraciones teóricas. Por ello es sorprendida por el movimiento de masas de enero de 1958. Luego entra en el período de la lucha armada, con más visión táctica que estratégica[2]. De la derrota de la lucha armada prácticamente se niega a hacer un balance serio (todavía hoy podemos conseguir a un cegato izquierdista que irresponsablemente afirma que “no fuimos derrotados”).
Sí se abrió un período de debate y reflexión desde 1969 hasta comienzos de los 70. Desde la llamada “Renovación”.
En el 68 termina el largo ciclo de prosperidad del capitalismo de la última postguerra. Hay una eclosión de las protestas a nivel mundial, simbolizada por el Mayo francés. Algo se quiebra en esos años, algo se termina, porque las rebeliones (además de la tan sonada revuelta parisina) van desde la Primavera de Praga hasta la masacre de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco.
Y se hace evidente, otra vez, una crisis del marxismo a nivel mundial. En primer lugar, una crisis del marxismo soviético, que es percibido como conservador por muchas corrientes revolucionarias. Otras versiones del marxismo, representando a Estados Socialistas, aparecen como más a la izquierda que la versión soviética, como era el caso del maoísmo.
Pero hubo, además, críticas que van más allá de estas simples constataciones. Se pone en duda la concepción verticalista del partido revolucionario, y hasta el papel de la clase obrera como sujeto histórico de la revolución socialista.
En Venezuela, dentro de una Izquierda que viene de una derrota importante (que en menos de una década la ha diezmado y aislado del país), se producen dos elaboraciones que intentan encarar el problema: una da origen al MAS, y la otra lleva a la reconstrucción del MIR.
Este período de ebullición, lamentablemente, se cerrará rápidamente con la cristalización de algunos conceptos, y más tarde el adelanto será consumido por la tendencia en los ochenta a “adaptarse” al sistema dominante.
El país había dado un salto gigantesco en el nivel de ingresos, a raíz del primer boom petrolero mundial de los 70, un salto cualitativo. La Derecha venezolana se planteó usar esa oportunidad que le cayó del cielo, más exactamente del cielo musulmán, para repotenciar el sistema[3].
La Derecha venezolana nunca ha estado tan unida como lo estuvo en la década del 60. El enfrentamiento con la Revolución Cubana y la insurgencia armada del continente, el pánico anticomunista, es sólo un aspecto, el negativo, de esa unidad. Pero el asunto es que había, como base de esa unidad, un programa planteado por la Derecha, programa cuya significación no se reduce a una mera adhesión a la “Alianza para Progreso” propuesta por Kennedy para enfrentar la insurgencia latinoamericana. Además de las elecciones “libres y directas”, la democracia representativa, AD y COPEI propusieron y adelantaron la Reforma Agraria, el proteccionismo y la Sustitución de Importaciones (el cepalismo, en una palabra). Ese era el camino en concreto hacia el “progreso” o el desarrollo. Independientemente de que los objetivos buscados con ese programa estuvieran negados dentro de sus propios mecanismos. Ese es el modelo que ya había demostrado su agotamiento al arrancar los 70.
Los datos de la reforma agraria (por donde se los mire: número de familias asentadas, producción agrícola, etc.), la política proteccionista y la industrialización (industrialización que se había demostrado dependiente, y cuya supervivencia sólo era posible bajo el manto proteccionista), la sustitución de importaciones (con una industria que daba poco valor agregado a sus productos) no lograba hacernos menos dependientes de los dólares; todo estos datos eran indicios de que el modelo no estaba dando los resultados que había prometido. El auge petrolero abre la posibilidad de relanzarlo. Pero la unanimidad de la Derecha empieza romperse sobre el punto de por cuál modelo sustituir al de los 60. Incluso, años después, cuando sea ganada por las sirenas del neoliberalismo y la globalización, las diferencias persistirían sobre los grados de aplicación de los cambios económicos.
Como parte del sistema-mundo, por supuesto hay una correspondencia entre el país y el desarrollo del capitalismo mundial. Después del fin del período de crecimiento y del “Estado de bienestar” a finales de los 60 (la inflexión que simbolizamos con las rebeliones del año 68), los 70 expresan una crisis en el capitalismo mundial: Aparece la estanflación (esa combinación de recesión con inflación), y las antiguamente exitosas fórmulas keynesianas no sólo no logran dar respuesta a la situación, sino que parece que le echaran gasolina al fuego; los keynesianos son vistos como unos ortodoxos inútiles, pero al comienzo no se tiene con qué sustituir las ahora inoperantes fórmulas económicas. El desorden monetario en Europa (con las devaluaciones de cada uno de los países europeos siguiendo sus intereses particulares) pondrá en peligro el nivel de integración alcanzado en esa época. Los Estados Unidos eliminan la convertibilidad dólar/oro dejando atrás los acuerdos de Bretton Woods que habían prevalecido desde el fin de la guerra y devalúan al dólar. La crisis petrolera significó en el mundo un cambio de la correlación de fuerzas mundial, al darle recursos a los países productores (países subdesarrollados hasta ese momento “pobres”), aunque los petrodólares fueran absorbidos por las finanzas internacionales (lo que sustenta el peso del Movimiento No Alineado durante los 70 es precisamente este cambio de la correlación de fuerzas). El capitalismo internacional pasará esta crisis al comenzar los 80 cuando en el dúo Reagan-Thatcher comiencen a imponer la política neoliberal.[4]
En Venezuela, durante los 70, el nuevo nivel de ingresos sólo consiguió repotenciar los viejos desequilibrios del país y crear otros nuevos, como el exorbitante aumento de la deuda externa[5], y ante la posterior caída de los precios del petróleo, la Venezuela saudita desemboca (como para evidenciar el fracaso absoluto de la “sustitución de importaciones” y de la “industrialización” que, se esperaba, mermaría nuestra dependencia de los dólares) en el Viernes Negro de 1983. La crisis económica del modelo había explotado ante los ojos de todos.
Durante este período, primera parte de los ochenta, la Izquierda luce cada vez más aislada y desubicada, tiende a deslizarse hacia la derecha. El pragmatismo avanza hasta convertirse en una cultura, la Izquierda está cada vez más imbuida en administrar lo que existe.
La crisis económica que se coloca en primer plano con el Viernes Negro no pareciera tener a nivel de superficie un correlato de crisis social (sobre todo cuando el nivel de análisis es exclusivamente electoral).
Las necias “teorías” sobre la mansedumbre del pueblo venezolano, sobre su “adequidad” (“hay que aprender de los adecos” o “este pueblo es adeco”), se ponen de moda, ante la permanencia, que luce inexplicable, de la hegemonía de AD a pesar de la crisis económica. Un sector de la Izquierda se vuelve más y más hacia la derecha, pretende aparecer como “seria” y responsable, básicamente ante la opinión pública burguesa. Acabarán algunos, luego de un corto periplo, cuyo mejor ejemplo es Petkoff, en el asombroso contrasentido de pretender ser de izquierda y neoliberal a la vez, antes de tener un rapto de claridad y descubrirse a sí mismos en la Derecha.
Otro sector, minoritario, se refugia en los ritos de la tradición de izquierda, desde allí ataca a la izquierda claudicante, pero no intenta adelantar una política que pueda tener eficacia ante la situación de descontento generalizado. No intenta entender ni proponer. Sustituye la política por imperativos éticos, su referencia central no es el pueblo ni el brutal ataque neoliberal del cual es víctima ese pueblo, sino la izquierda acomodaticia, porque se ampara en la noción (profundamente antimarxista, de paso) de que todo lo explica la “crisis de dirección”. Esta situación no es típicamente venezolana (aunque aquí tenga rasgos más inútiles por la debilidad y aislamiento de la Izquierda toda) porque se repitió mucho en toda América Latina.
Ya el neoliberalismo ha tomado el mundo. Y los organismos internacionales presionan (o deberíamos decir “imponen”) cada vez más a los países con dificultades económicas para que prueben la amarga receta que el FMI ha preparado. El asunto, como siempre, no es sólo de imposición económica, es también política y cultural, a fin de cuentas, el neoliberalismo es la primera restauración conservadora que se arropa bajo el manto de la ciencia, la “libertad” y el “progreso” y que pretende convertir a los progresistas en conservadores (y viceversa). Muchos de los miembros de AD, un partido socialdemócrata, se vuelven neoliberales. Y la influencia neoliberal se va haciendo más y más penetrante en el pensamiento oficial venezolano. Es sintomático cómo los profesores de las Escuelas de Economía de nuestras universidades, que habían deambulado durante décadas por el keynesianismo mezclado con alguna retórica marxista, de la noche a la mañana descubren los ineludibles beneficios del mecanismo del mercado[6].
En realidad, aunque no fue percibido en aquellos momentos por el aislado mundo político, la crisis económica sí tenía efectos sociales. Entre 1983 y 1989, se acelera dramáticamente el empobrecimiento de los sectores populares mientras el nivel de vida de los sectores medios cae en picada, y aumentan las protestas y los conflictos, cuyo número crece mes tras mes, aunque estén aislados y descoordinados[7]. La Izquierda no está viendo hacia esos conflictos, porque hace tiempo que se aisló de los sectores populares; la mayoría de la Izquierda está poniéndose corbata para mostrarse más digerible a la burguesía, mientras la minoría se mantiene “consecuente” en construir dicterios morales contra la mayoría que se pone corbata. No solamente se renuncia al futuro, ni siquiera se administra aceptablemente el presente. Los juegos de la “política” y los ritos de los “principios” pretenden ser análisis y acción. Realmente nadie hace política.
Al menos política real, o Política con mayúscula. Porque la “política” es reducida a la “habilidad” para conservar o acrecentar pedacitos de “poder”, al juego dentro de la nata de los visibilizados. O a la voluntad para “fijar posiciones”, que, aunque sean inútiles, salven a quien las pregona, o las deja “asentadas”, ante un pretendido Tribunal de la Historia que, algún día, será acucioso con todas las palabras de nuestro izquierdista “puro”.
Por eso a todos los sorprende el Caracazo. Además el discurso hegemónico del pacifismo y el inmovilismo del pueblo venezolano había calado en muchas partes. Esa gran radiografía política que fue el Caracazo no sólo iluminó la inmensa brecha de las masas con los partidos del estatus (brecha que la gran cuantía de votos electorales de la Derecha, apenas dos meses antes, ya no pudo ocultar), también evidenció que la Izquierda en sus diversos sectores aparecía ante el pueblo o bien como parte del sistema o, en todo caso, como algo ajeno y extraño al movimiento popular.
Ni Derecha ni Izquierda pudieron sacar las cuentas del Caracazo. La Derecha por engreída, por estar enviciada en sus propias tradiciones, por estar atrapada y aislada ella misma dentro de la red de poder que había construido, por no tener acuerdo sobre el nuevo modelo y la forma de implementarlo. Para la Derecha política, una vez pasado el pánico, la rebelión del 89 fue un accidente circunstancial (a lo sumo una muy grave anomalía, pero anomalía al fin), la situación debía ser controlable, y el pueblo transitoriamente díscolo regresaría pronto al redil[8]; apenas si logra darle un poco de cancha a la Comisión para la Reforma del Estado, la Copre, a cuyas recomendaciones (que mezclaban el democratismo con los cambios neoliberales) les puso escasa atención, y solo adelantó muy pocas. La Izquierda tampoco intenta corregir sus actuaciones, ni siquiera ubicarse, habida cuenta de que la esperada crisis social ya había llegado y le había estallado en las narices. El Caracazo fue una gigantesca campanada, pero en realidad casi nadie la oyó.[9]
Con el sistema económica y socialmente herido, sólo faltaba, pues, la crisis política, la que pusiera en duda la legitimidad política del sistema, ya “ilegítimo” en el plano económico y social. Ya la Derecha estaba más que dividida, enfrentada: en general, los sectores económicos estaban más ganados para una salida neoliberal en toda la regla (es decir, sin “pactos sociales” ni digresiones por el estilo), y sabían que para adelantar el cambio radical del modelo había que deshacerse de sus tradicionales “representantes” políticos, demasiado propensos a hacer concesiones a las masas y remolones a la hora de tomar decisiones duras que pudieran afectar sus aspiraciones electorales. La receta neoliberal no puede ser introducida con vaselina, ni a golpes espasmódicos. La burguesía económica, la real, toma distancia de los políticos burgueses, que ya no la están representando, y que, peor aún, tampoco están “representando” (es decir, controlando) a las masas a nombre de la cual hablan (la tarea principal de los políticos demócratas burgueses es la mediación política, mediación entre las clases, se entiende). De allí la campaña “antipolítica” adelantada por la derecha más de derecha (campaña que hizo furor en nuestra siempre desprevenida clase media en aquella época, que confunde partidos con política), porque ahora sí la fracción burguesa de los Dueños de los Medios está aspirando a ser ella misma una fuerza política, sin mediadores, contra los partidos y contra “lo político”.
Los políticos burgueses se desfasan. Los que sí habían entendido la nueva nota, e intentan teorizarle a la burguesía, son los tecnócratas neoliberales del IESA que piden “un poderoso marco ideológico capaz de aglutinar esfuerzos, exigir sacrificios, postergar gratificaciones” (El Caso Venezuela: una ilusión de armonía, 1985, página 546). El “marco ideológico” es, por supuesto, el neoliberalismo, y lo proponen para sustituir a los “consensos”, que inútilmente buscan los políticos y que ya no serán posibles, dada la situación económica, porque lo que se plantea es, dicen los tecnócratas, una fase de inevitables conflictos. Ya Marcel Granier había sacado su libro “La Generación de Relevo vs. el Estado Omnipotente” (1984), donde, en la onda neoliberal reinante en el mundo, está el plan de desarticular al Estado para que reine el mercado y sustituir a la vieja derecha política por los tecnócratas y por la dirección directa de la burguesía. Esto último es muy novedoso en la historia venezolana: en ningún momento, desde Gómez hasta la IV República, la clase dominante había pensado en dirigir sin intermediarios al Estado.
Así, pues, en este ambiente “antipolítico”[10] y con el aislamiento, el descrédito y la pequeñez de la Izquierda, era cuesta arriba que la crisis política tuviera como protagonista a un partido político, y menos a uno de Izquierda.
Así que la crisis política, que rompe el último palito que sostenía el vetusto tinglado, fue la insurrección de los militares bolivarianos comandados por Chávez.
Todas las eclosiones que destapaban y aceleraban las crisis: la económica (el Viernes Negro, 1983), la social (el Caracazo, 1989) y la política (el 27-F, la insurrección militar bolivariana, 1992), llegaron por sorpresa. Siempre “cual rayo en cielo sereno”. Y, peor aún, después de cada sobresalto los sorprendidos no pudieron reponerse y darle una respuesta política de ningún signo.
En su propia historia, pues, está la propensión pragmática de la Izquierda venezolana. Sus “puntos” teóricos considerados más fuertes están muy cerca de la simplificación estalinista. La cultura del pragmatismo (esa “habilidad” política que comparten derecha e izquierda) se volvió preponderante, sofocante y opresiva, durante los últimos lustros de la IV República.
El viraje derechizante que impuso el “pensamiento único” del neoliberalismo, llevó a todo, a todo, el espectro político mundial hacia la derecha. Hasta la Socialdemocracia, que durante casi tres décadas posteriores de la última postguerra había sido administradora del “estado de bienestar” europeo e impulsado el equilibrio social, se había vuelto pragmática y neoliberal, y cada vez pululaban en su seno gente de la calaña de un Blair o un Menen.
Mientras en Venezuela, el propio sistema de los partidos dominantes, su burocracia, producía dirigentes de aparatos cada vez más y más grises. Hay una distancia abismal, en cuanto a nivel político, entre Rómulo Betancourt y Lusinchi. El CAP que regresa en el 88 está rodeado de desconocidos tecnócratas y muy pronto pierde el sentido de la realidad. Por no nombrar al olvidado “caudillo”, gris entre los grises, que fuera el último candidato presidencial de AD en el 98. Las viejas y desgatadas maquinarias del poder político solo conciben apagados y mustios dirigentes, enanos que fungen de líderes de gran altura encaramados sobre el armatoste del sistema de partidos.
Esta cultura pragmática de la Derecha (que viene de la propensión a administrar lo que existe, para seguir con la frase de Sartre), permeó a la Izquierda durante los ochenta.
Y en los noventa, las consecuencias ideológicas de la caída del “socialismo real” y la fortísima arremetida del neoliberalismo parecen imparables[11].
El marxismo soviético entra en picada mortal y arrastra en su caída a todas las otras versiones marxistas, incluso a las que lo adversaban (aunque muchas de ellas se les parecían mucho como teoría y sólo se diferenciaban por no ser pro-URSS)[12]. Anotemos que algunos de los marxistas que anunciaban la caída de la burocracia soviética aseguraban que sería la clase obrera la que enterraría a la burocracia, más o menos siguiendo la definición de Trotsky de la URSS como “estado obrero deformado”; pero no estaba en el abanico de sus predicciones la vuelta del capitalismo (después de 70 años), y mucho menos que la clase obrera de los países del “socialismo real” apoyara las privatizaciones (a pesar de que desde los 80 se conocía la existencia de un poderoso movimiento obrero antisocialista, no sólo antiburocrático, el movimiento Solidaridad en Polonia).
Otra crisis del marxismo aparece (o toma una fuerza decisiva) en los noventa. Esta de mucha mayor profundidad. La crítica a la modernidad, es decir, a la todopoderosa razón y al cientificismo, está apuntando a muchos de los presupuestos básicos del marxismo.
Por supuesto, nuestra Izquierda pragmática (y ya prácticamente desaparecida), en cualquiera de sus vertientes, no se paseó por este último debate con seriedad (cuya expresión en Venezuela fue sólo académica), es decir, no sufrió, en general, esa “crisis” íntimamente, pero esta situación externa, las dificultades del marxismo eran de escala mundial, evitó que recibiera “ayuda teórica” desde afuera, que algún pensador marxista del mundo con cierta solvencia le permitiera hacer las importaciones necesarias para mantener, sin necesidad de rebanarse los sesos, el edificio ideológico.
El siguiente hecho político de monta fue, por sí, más sorprendente. El chavismo se consolida como un movimiento de masas alternativo al sistema de los viejos partidos[13], que hasta el momento parecían eternos, y logra desalojarlos del gobierno definitivamente en 1998. Aunque tenga en su seno a individualidades provenientes de la Izquierda y algunas ideas que vienen de ese campo, el chavismo de 1998 no es una fuerza de Izquierda. En aquel momento es un bloque amplio y heterogéneo cuya unidad está basada en el rechazo al bipartidismo, que es casi universal, y al neoliberalismo que tantos estragos había causado; un bloque que cuenta con la simpatía de algunos sectores burgueses, también relegados, que han llegado a la conclusión de que el viejo sistema político es insalvable y hasta dañino. Aunque es un movimiento de fuerte apoyo popular, es, desde el punto de vista político, esencialmente un heterogéneo bloque de los excluidos políticos o sociales, con los coleados de siempre por supuesto[14]. Sin embargo, su desarrollo posterior, a partir de 2002, por el enfrentamiento con la Derecha, lleva al chavismo, asumiendo las inevitables y necesarias fracturas, a virar hacia la izquierda, hasta declararse socialista en 2006.
Pareciera, pues, si se parte del éxito del chavismo, que la “teoría” no es necesaria para una práctica política de cambio exitosa, hasta se podría argumentar que definiciones políticas más precisas hubiesen sido un estorbo en el ascenso del chavismo, por dificultar su política de alianzas. Y en vista de esto, una Izquierda tradicionalmente poco estudiosa puede justificar a posteriori su pragmatismo (y su flojera intelectual) con los acontecimientos. El niño que es llorón y la madre que lo pellizca, dice el saber popular.
Uno de los mitos más infundados, persistentes y cómicos que tiene la Izquierda venezolana es que entre los setenta y los ochenta fue muy “teórica”; los que tal aberración repiten llaman “teoría” al ritualismo de etiquetas, al inútil diálogo escolástico y a los pretendidos debates que protagonizaban grupos de poder dentro de la Izquierda de la época. Por supuesto, si, en cambio, llamamos “teoría” a algo que explique, que dé cuenta del país, que señale líneas políticas asentadas en un conocimiento social, nadie se debería atrever a calificar a la Izquierda venezolana como “muy teórica”. Lo de acusar de “teórica” a la izquierda es más que nada una excusa, un manto de encubrimiento para ocultar las carencias, un argumento vacío que ampara a la vez a los oportunistas y a izquierdistas “radicales” poco propensos al estudio.
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La propuesta del “Socialismo del Siglo XXI” tiene, en primer lugar, la intención y la ventaja de diferenciarse, de agarrar distancia, del “Socialismo del Siglo XX”, antaño conocido como el “Socialismo real”.
Pero en qué, en concreto y en términos positivos, se diferencia no está claro, puesto que aclararlo amerita una elaboración teórico-práctica que pocos quieren asumir.
La propuesta del “Socialismo del Siglo XXI” era, al arrancar, una especie de bolsa vacía, o con muy pocos elementos dentro de ella. Una bolsa que debe ser llenada con conceptos que permitan definir los objetivos.
Se ha paseado, la descripción del Socialismo del Siglo XXI, por muchos temas: cooperativismo, asistencialismo, tópicos morales como la solidaridad, responsabilidad social, un humanismo abstracto, sin que haya avanzado mucho en la definición. Pero la tarea de definir el Socialismo del Siglo XXI es una tarea teórico-práctica que no puede ser adelantada con el tradicional desprecio hacia la teoría (en cualquiera de sus versiones), ni asumida con el permanente pragmatismo.
Pero, además, los problemas están allí, saltando a la vista de todos, clamando al cielo: la relación de la izquierda con la democracia (la participación de los sectores populares, el manejo de las diferencias y las disidencias), el papel y el carácter del Estado, el tipo de partido que se necesita para adelantar los cambios y su relación con los movimientos sociales, la diferencia entre la propiedad estatal o nacional y la propiedad socialista, el rentismo petrolero, los retos de la producción.
La teoría, estamos usando el término en el sentido más laxo, tiene una utilidad básica: dar cuenta de “lo que es”, lo que permite clarificar los objetivos posibles y necesarios, y permite además balancear los acontecimientos y la propia práctica. Sin ella, la tendencia es a caminar en bandazos.
Mucha gente de la Izquierda pregona como una solución (a veces con matices de panacea) para el avance del proceso de cambio la profundización de la “lucha ideológica”, o critica la falta de “ideología” como un fuerte obstáculo para el desarrollo revolucionario.
Pero, dejando a un lado el significado, contenido y alcance de la “ideología” cuya falta tanto lamentan, sin la clarificación teórica no podrá cosechar grandes éxitos ninguna lucha ideológica.
Algunos, no todos, de los que hacen tantos llamados a la “lucha ideológica” parecieran pregonar modestamente: “Yo estoy claro, el pueblo, no”. “Yo conozco la verdad, lo que hay que hacer es llevársela al pueblo”. O creer que, por ejemplo, si la “ideología” estuviera más extendida en el pueblo, sentiría menos la falta de electricidad, la inseguridad, la corrupción y la ineficacia.
Una minoría resucita, como si fueran eternamente jóvenes, viejos textos y consignas de la tradición estalinista. “Ideologizar” con los textos de los años treinta, ¿es posible? ¿Con el libro de Georges Politzer, por ejemplo?
Por supuesto, no estamos rechazando los textos por el mero hecho de que sean “viejos”. Lo que hay que rechazar son las lecturas “viejas” de esos textos. Las lecturas siempre deben hacerse desde el hoy, ante los acontecimientos que hemos vivido y estamos viviendo.
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“A quien mucho se le da, mucho se le pide”, repetía en su oportunidad Lenin.
El que tengamos un ojo muy crítico con la Izquierda tiene que ver con ese proverbio.
Es de la Izquierda, obligada a administrar el futuro, desde donde deben salir las posturas que nos lleven no sólo a consolidar los cambios, sino a superar los obstáculos y abrir definitivamente el cauce hacia una sociedad más justa. Es ella la que está obligada, a quien le exigen los tiempos, a tener una explicación coherente, que le permita ubicarse, definir objetivos y balancear el proceso. Si quiere traspasar el marco capitalista, empresa nada fácil, y que difícilmente se puede encarar con tanteos, deberá administrar lo que no existe (por supuesto a partir de lo que existe).
A la Derecha, la de aquí o la de allá, sólo se le denuncia, se le desenmascara. Y en el caso de la Derecha venezolana, cuyas incoherencias llevan muchas veces al ridículo, se le critica con sorna. De ella no puede esperarse nada.
Pero la Izquierda venezolana está obligada a superarse a sí misma, a superar las malas tradiciones que su propia historia le han impuesto, lo que sólo puede hacer con una mirada descarnada a sus errores y a sus presupuestos ideológicos, está obligada a parir su relación con el cambio y el pueblo sobre ideas solventes. Está obligada, esta Izquierda dispersa, a construir un marco teórico visible, coherente, dentro del cual convivan las diferencias, incluso para que los intentos de reagrupamiento, que los ha habido, no estén condenados a ser estériles y transitorios, por falta de un espacio teórico común. Ese es su reto en esta hora definitoria del proceso venezolano.



[1]    El Libro Rojo. Carta de Betancourt.
[2]    La izquierda latinoamericana tiende a la confusión entre táctica y estrategia. Hacer lucha armada para convocar un gobierno de “liberación nacional”, es decir, para convocar a una supuesta “burguesía nacional” expresa métodos radicales con estrategias conservadores (por decir lo menos). O convertir algo tan claramente táctico como el voto en una definición estratégica (la abstención sería lo revolucionario).
[3]    Venezuela ni siquiera participó en el embargo petrolero que decretaron los países árabes, y que cambiaría totalmente el negocio petrolero, los mecanismos de fijación de precios y el reparto de las ganancias. Solo se benefició de los acontecimientos.
[4]    Por supuesto, muchas versiones “oficiales” de los países desarrollados nos echan la culpa a nosotros de esa crisis económica: el aumento del precio del petróleo la habría producido; pero las fechas no cuadran: algunos países europeos conocen la recesión desde el 69, y, luego de repetir lo que hasta ese momento siempre habían hecho para reactivar la economía: aumentar el gasto público, en el 70 tienen problemas inflacionarios; la eliminación de la convertibilidad dólar/oro la realiza Nixon en 1971.
[5]    En 1977 sale el libro “La Miseria en Venezuela” de Michel Chossudovsky, un informe espeluznante sobre la miseria en la Venezuela saudita. Más grave aún fue que este trabajo, llamado Informe Chossudovsky, fue realizado por el referido profesor en Cordiplan, y que una vez terminado el estudio, y en vista de sus conclusiones, el gobierno decidió engavetarlo.
[6]    La Derecha pierde su unanimidad estratégica. El programa cepalista de los 60 es insostenible. El neoliberalismo llegó tímidamente a Venezuela durante el gobierno de Luis Herrera, el más adeco (es decir, socialdemócrata) de los copeyanos, pero su orientación hacia ese nuevo camino fue timorata (apenas la “liberación de precios”). La incoherencia entre el discurso y la timidez de las medidas no sólo expresa políticamente las tradiciones y necesidades estatistas, demagógicas, etc., del sector político, sobre todo expresa una división dentro de los mismos sectores económicos, amplios sectores de la improductiva burguesía venezolana no quieren renunciar al proteccionismo, a los créditos del Estado; no quieren y no pueden tomar la vía neoliberal, como lo demostraría en los noventa la debacle de sectores económicos hasta entonces insignias de la burguesía venezolana “exitosa y productiva” (los Mendoza, los Newman) cuando entraron en las aguas de la “globalización”.
     Esta pérdida de la unanimidad estratégica explica el aumento de las tensiones entre AD y Copei (el pacto deja de funcionar) y el aumento de los conflictos internos en los dos partidos.
[7]    Ver el libro de Margarita López Maya, Del Viernes Negro al Referendo Revocatorio.
[8]    De todas maneras, la Derecha se dedicó a calmar sus temores con una represión feroz. Indiscriminada diríamos, si no fuese porque estaba claramente dirigida hacia los sectores más pobres. La “lección” debía ser dada sin miramientos. Pero no publicada: y nunca supimos cuántos miles de muertos dejaron los días posteriores al Caracazo.
[9]    Tres elementos, en general obviados, saltaban a la vista ante el Caracazo. Primero, que la inmensa mayoría del país “saqueó” directa o indirectamente, al menos el primer día, cuando hasta los sectores de clase media vieron con simpatía los acontecimientos, los vieron como un justo “castigo” a la insolente sordera de “los de arriba”. Segundo, que lo sorprendente del hecho sólo expresaba la gigantesca separación entre el mundo político, tanto de derecha como de izquierda, de los sectores populares, de la inmensa mayoría del país. Y, tercero, que el accionar popular “repentino” encubría un desarrollo acumulativo de la conciencia de los sectores más pobres, un proceso subterráneo que venía desarrollándose desde hacía años y que la explosión en sí sólo era un salto cualitativo de ese proceso.
[10] La situación, tras el Caracazo, podría ser descrita como “crisis de representatividad”, utilizando el término en el sentido que le diera Nicos Poulantzas: cuando las clases sociales han roto con su representación política tradicional. Los partidos tradicionales, de Derecha y de Izquierda, “están en el aire”. AD y Copei no representan a la burguesía, que reclama un giro contundentemente neoliberal sin concesiones a los electores, ni representan a los sectores populares que no mantienen ya ninguna esperanza en ellos; pero tampoco la Izquierda, en general, no representa, no digamos a esos sectores populares, ni siquiera a los sectores populares más conscientes y urgidos de la necesidad de grandes cambios.
[11] La frase, “caída del socialismo y victoria neoliberal” es encubridora, casi propaganda de derecha. La relación entre los dos hechos, la caída del Muro de Berlín y el éxito del credo neoliberal, no es la que plantea la derecha (que son el mismo hecho o el primero es consecuencia directa y simple del primero). Encubre, en primer lugar, que con la bandera del fracaso de 70 años de “socialismo” se ocultaba el fracaso de 200 años de capitalismo en la mayor parte del planeta. Para los venezolanos debería ser claro esto: el mismo año en que cae el Muro de Berlín, 1989, es el mismo año del Caracazo, de la rebelión popular contra el paquete neoliberal. Encubre, en segundo lugar, el carácter del sistema soviético: ¿socialismo? (llamar “socialismo” al régimen de la burocracia) Y, en tercer lugar, oculta lo determinante que fue la imposición, vía coacción de los amos mundiales de la economía; no fue precisamente una victoria de la propaganda y la persuasión la victoria del credo neoliberal en el capitalismo de los noventa. Tres aspectos que debemos analizar más adelante.
[12] Estamos hablando de una izquierda que criticaba la política de gran potencia de la URSS, las aberraciones internas, la represión, pero que, de todas maneras, hacía labor “ideológica”, cuando la hacía, con el Manual de Marxismo-Leninismo de la URSS. El estalinismo, para esa izquierda, estaba en la política de la burocracia, no en su doctrina.
[13] En las elecciones de 1993, el chavismo decide no participar, es decir, utiliza, como táctica, una postura vinculada, en la cultura política venezolana, a la extrema izquierda: la abstención, mientras los restos de la izquierda apoyan o a Caldera o a Velásquez; esa decisión contribuyó a dibujar al chavismo como una fuerza realmente anti-sistema cuando se presenta como opción electoral cinco años más tarde. La Izquierda venezolana tiende a confundir lo táctico con lo estratégico. Por eso, en diversos momentos, convierte en estrategia su aceptación o su rechazo a cualquiera de los métodos de lucha, que, por definición, son posturas tácticas: las elecciones, la lucha armada, la abstención, la huelga de hambre; todos estos métodos han sido sacralizados en una etapa y demonizados en otra, elevados al nivel de líneas estratégicas que definen líneas políticas macros.
[14] Que incluye la sorprendente simpatía por Pérez Jiménez, o el auspicio de Olavarría. Que tiene en su seno a Miquilena y cuenta con el apoyo de los Otero de El Nacional. Y a un partido que no tenía de dónde colgarse como el MAS. O que coquetea con la vacía postura de la “Tercera Vía” de Blair.

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