domingo, 4 de octubre de 2015

Aquí hace calor

Orlando Zabaleta

Me estoy robando el nombre de la famosa columna del recordado poeta y humorista Aníbal Nazoa, pero también es verdad en este momento: Aquí hace calor. El Niño, con sus gracias de adolescente, está llenando el mundo de calor e inundaciones. A nosotros nos tocó el calorón.
Cada vez es más difícil que alguien ignore lo del cambio climático (lluvias excesivas, sequías y calores que llegan y se van cuando les da la gana) porque lo afectan en su vida cotidiana.
Soy de una generación que entendió el problema ecológico tarde. Valencia era fresca, el frío llegaba siempre en diciembre y las lluvias eran puntuales y ajustadas a los calendarios.
Mi viejo amigo Rubén Ballesteros fue el primero que me habló del tema al final de los 70. Insistía en que los esprays con clorofluorocarbonos, hasta el nombre cuesta pronunciarlo, estaban destruyendo la capa de ozono. Rubén se había doctorado en Química en una universidad de Viena, así que sabía lo que decía.
Pero como los jóvenes veinteañeros siempre lo sabemos todo, yo seguía usando desodorantes en aerosol. Pensaba, lo admito, que las grandes potencias se habían desarrollado sin preocuparse por los males del planeta y que ahora pretendían encarecer nuestro desarrollo y obligarnos a pagar tecnologías de preservación. Ya lo confesé, y me apena. Pero permítanme alegar en mi defensa que también tenía opiniones más cuerdas además de esa barbaridad.
A mi generación, salvo excepciones, no le atrajo el tema: discutíamos de economía, sociología, historia, arte, filosofía. Pero poco o nada de ecología. Excepto que el asfalto le ganaba terreno a los árboles, pero esta queja era más ademán poético que afán conservacionista. Detrás o debajo de esa visión estaba esa fe indestructible en la ciencia que prevaleció durante casi todo el siglo XX. Si la ciencia hacía un daño, también podría repararlo.
Pero inevitablemente crecimos. Nosotros y la contaminación. Supimos lo del cambio climático, del efecto invernadero, de la desertificación. No solo por los libros, también por la lluvia que no vino en mayo, o por el calorón de este momento.
Ya lo sabemos: en algún momento, de seguir así, la humanidad no podrá vivir en el planeta. O solo podrán unos pocos, y quién sabe cómo. No está tan lejos el asunto. El niño que nace hoy (podría ser su hijo o su nieto, amigo lector), ¿en qué mundo vivirá cuando llegue a los 30 años?
Los líderes del mundo siguen sordos al problema. Al capitalismo solo le interesa el negocio. Alguien dirá que el “socialismo” chino y el del siglo XX bastante hacen e hicieron por ensuciar la atmósfera. Para mí es otra razón para no llamar “socialismo” a esos regímenes burocráticos (y el término “industrial” es demasiado inodoro socialmente). Lo que priva para que sigamos siendo el pájaro que ensucia su jaula es la búsqueda de la ganancia y los dictados del mercado. O sea, el capitalismo.
Cuando el bandido de George Bush llegó a la presidencia de los Estado Unidos le preguntaron sobre el Tratado de Kioto de 1997. El tratado era un compromiso internacional de reducir seis gases de efecto invernadero en un 5%. El gobierno gringo lo había firmado, pero era indispensable que lo aprobara el congreso. Se le preguntaba al nuevo presidente si buscaría su aprobación en el congreso. La insólita respuesta de Bush fue: ¿Cuál tratado? Más tarde aclaró que no aprobaría nada que rebajara la competitividad de la industria norteamericana.
La ecología es un problema político. Y cada vez entenderemos esto mejor. Llegará el momento, en algunos años, en que nadie permitirá que el tema ecológico pase debajo de la mesa en el debate político. Hasta el calor conspirará para que no se olvide la ecología. Entonces, los atrasados comprenderán por qué Chávez planteó eso de “Salvar el planeta”. Y la disyuntiva de “Socialismo o barbarie”. Ojalá no sea demasiado tarde.

Domingo 04/10/2015. Lectura Tangente, Notitarde

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