domingo, 7 de junio de 2015

La herencia del Benemérito

Orlando Zabaleta

Antes de la llegada del petróleo, el Estado venezolano tenía mucho de “virtual”, aunque aún la palabra no estuviera de moda. Los caudillos ambiciosos salían de sus feudos con sus ejércitos privados y, si tenían éxito, terminaban en Caracas, que era el centro del “Poder”.
El “Poder”, amén de su pompa intrínseca, era el acceso a los ingresos aduanales. Porque los impuestos de exportación y exportación eran los que sostenían a ese Estado virtual. Más los empréstitos, claro. Teníamos un Estado muy pobre, acosado por la deuda externa desde la Guerra de Independencia. No había ni ejército ni burocracia que permitiera el Estado tener presencia real en el territorio de la nación, parcelado por los poderes reales de los terratenientes locales.
Así que gobernar, además de controlar Caracas, símbolo del poder, era hacer de equilibrista entre las ambiciones de los caciques, mantenerlos divididos, apoyarse en unos contra otros, con poca fuerza propia.
Con los ingresos petroleros, Gómez pudo colocar a un gobernador en cada provincia, un jefe civil en cada ciudad y caserío. Un funcionario con oficina, sueldo, secretario y algo de presupuesto. Y pudo construir un ejército estable y permanente: con uniforme, comida, armamento, cuartel y paga.
El Estado venezolano dejó de ser virtual y se hizo presente en la vida de todos los venezolanos.
Ese fue el aporte del Benemérito al país. Y hasta allí llegó. Porque también se empeñó en dejarnos atascados en el siglo XIX, con paz y sin guerras civiles, pero con el presente congelado. A Gómez no le interesaba malgastar los ingresos en educación, salud o inversión pública.
Y tampoco había actores sociales que impulsaran el desarrollo nacional. Los terratenientes se dedicaban a la decadencia de la agricultura. Y la incipiente burguesía solo sabía beneficiarse de la renta petrolera y no era muy modernizante aunque viajara a Nueva York y admirara a los gringos.
¿Qué hicimos con ese Estado gomecista?
Mejorarlo, es cierto, innegablemente. Darle una apertura democrática, con mucho atraso, en los 30 y los 40. Luego la modernización se concentró en las construcciones de Pérez Jiménez, que instauró, como expresión de la Guerra Fría, una dictadura que fue haciéndose más feroz años tras años.
El siguiente paso fue la democracia puntofijista, que buscó su legitimidad en los partidos y las elecciones.
Según el derecho constitucional, una nueva constitución crea un nuevo Estado. Y es verdad. Pero es una verdad relativa, justa y verdadera para la teoría del derecho.
No, la aprobación de la Constitución del 99, no construyó un nuevo Estado. Sólo lo señaló como meta, hito importante. Un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia. Y ayudó al proceso de democratización. Que aunque la oposición se empeñe en delirar, jamás habíamos tenido más democracia que ahora.
Pero en la pedestre realidad, la burocracia es más fuerte que el odio. Más resistente que un recalcitrante virus hospitalario. La burocracia tiene su filosofía y sus tradiciones. Jura que es imprescindible. Que sus intrincados métodos son los únicos viables para realizar tareas. Cree que tiene derechos especiales, derechos que legitima con el “cumplimiento de sus deberes”, que en muchos casos son muy pocos y muy formales.
En Venezuela, la cultura burocrática es tan fuerte y omnipresente que no es solo un mal del Estado, también es un mal privado, como se hace evidente en el manejo incompetente y el trato autoritario que se consigue en los bancos y supermercados privados.
Nuestra burocracia corresponde a la sociedad rentista que la formó. Es tan ineficaz como la burguesía. Y es antidemocrática por vocación.
Allí está nuestro drama. Entre una burguesía improductiva y rapaz y un Estado burocrático es difícil abrir las puertas a una sociedad justa. A la sociedad que plantea la Constitución.
Menos mal que tenemos pueblo.

Domingo 07/06/2015. Lectura Tangente, Notitarde

No hay comentarios.:

Publicar un comentario