domingo, 5 de julio de 2015

Los invisibles

Orlando Zabaleta

El fenómeno es viejísimo, viene de la más remota antigüedad. Bertolt Brecht lo cantaría en un famoso poema:
“El joven Alejandro conquistó la India. / ¿Él sólo? / César venció a los galos. / ¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero? / Felipe II lloró al hundirse su flota. / ¿No lloró nadie más? / Federico II ganó la Guerra de los Siete Años. / ¿Quién la ganó, además?”.
Los de arriba apenas miran a los de abajo, así sean mayoría. Son la parte fea del paisaje. El amo no se distrae con sus esclavos, aunque depende de ellos. El noble feudal no pierde el sueño por sus siervos. Y, por supuesto, la historia ni siquiera los nombra.
En nuestra América, hasta el liberalismo revolucionario del siglo XVII era incapaz de entender a los oprimidos. Solo así se explica que los cándidos franceses y los criollos blancos de Haití hablaran tan tranquilamente sobre los Derechos Universales del Hombre delante de sus esclavos negros. Porque era impensable que los negros pudieran creer que esos derechos los cubriera a ellos. Y más inconcebible aún que los esclavos negros tuvieran voluntad, valor y capacidad para organizarse y luchar por esos derechos tan mentados por los blancos. Así los sorprendió la rebelión, la guerra y la República de Haití, la primera república independiente de Sudamérica.
En la llamada IV República, los políticos y opinadores hacían los análisis tal como lo denunciara Brecht (y lamentablemente esa cultura no ha desaparecido). Que si fulano de tal decía, que si mengano planteaba. Los actores sociales nacionales se reducían a tres docenas de nombres.
Por esa miopía nadie vio llegar el Sacudón de 1989. Los de abajo, los invisibles, habían estado sacando cuentas desde el Viernes Negro, y el inesperado paquetazo de CAP II fue la gota que derramó el vaso y acabó las últimas ilusiones. Los invisibles lograron hacerse ver durante unos días, aunque a costa de miles de muertos.
Pero asombrosamente las viejas costumbres se impusieron, y, pasado el susto, las clases dominantes (económicas, sociales y políticas) siguieron igualitas. Antes que hacer reformas profundas, continuaron con su plan neoliberal: echarse al coleto las prestaciones, privatizar las empresas públicas, recortar los presupuestos educativos y de salud, “liberar” la economía. Estaban seguras de que el violento protagonismo popular era accidental y transitorio.
Y dando palos de ciego siguieron hasta la caída de la IV República.
Pero cada vez más se hizo difícil seguir invisibilizando a la mayoría. Sobre todo desde el 2002 fue imposible ignorarlos. La televisión no sabía cómo tratarlos, porque su especialidad era retratar y controlar a los que compraban, es decir, de la clase media para arriba.
Allí emergió el desprecio social que había estado latente desde siempre. Globovisión se dedicó a hacer tomas de los chavistas más desdentados. Los pobres son feos, desdentados, no saben hablar. Los “superiores” se autodenominaron “sociedad civil”, echando mano a una vieja expresión cuya historia desconocen (el uso excluyente de la expresión no les pasó desapercibido a los pobres, les informo).
En la clase media el desprecio social se convirtió en racismo social. Reforzado por su vocación ombliguera, que hace que un 15 % de la población no pueda dejar de creerse todo el país.
Por eso no pueden entender que los pobres salgan a manifestar, o a votar, masiva y libremente. Si lo hacen es porque se les da ron o se repartió carne. “Y son ignorantes”, repiten con desprecio y caradurismo algunos, cuyo nivel de lectura no pasa de los libros de autoayuda y Pablo Coello. Los pobres que piensan no existen.
Este es el verdadero origen de los desaciertos de la oposición. No es que no tengan gente inteligente, es que escuchan más a su propia “opinión pública”. Así están condenados a solo ver la cuarta parte del cuadro y a creer que Alejandro conquistó la India él solito.

Domingo 05/07/2015. Lectura Tangente, Notitarde

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